domingo, 29 de agosto de 2021

Colonialismo y epistemología de la ignorancia: una lección afgana. BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS

 


Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez


La retirada abrupta y caótica de Estados Unidos de Afganistán a mediados de agosto ha copado los noticiarios de todo el mundo. Los principales temas tratados han ido variando, pero los siguientes son dominantes: humillación para EE. UU. y sus aliados europeos; repetición de la retirada de Vietnam en 1975; misión cumplida según EE. UU., misión fallida según los aliados en voz de Ángela Merkel; la huida desesperada de los afganos que colaboraron con los aliados; el peligro inminente para los derechos de las mujeres si se impone la sharía según la interpretación del islam por parte de los talibanes; más de dos billones de dólares gastados en una misión contra los terroristas para que, veinte años después, entren triunfalmente y sin ninguna resistencia en el palacio presidencial, pero ahora ya no como terroristas, sino como una fuerza política con la que los EE. UU., la principal fuerza militar en Afganistán, firmó un acuerdo en febrero de 2020, tras más de un año de negociaciones en Doha. Como resultado de ese acuerdo, EE. UU. se comprometió a retirar las fuerzas militares en un plazo de catorce meses, un hecho que pasó inadvertido para muchos porque el acuerdo ocurrió cuando estalló la pandemia de la COVID-19.

Todo esto es dramático, además de incomprensible. Como la superficialidad de la espuma de las noticias es para ver y no para entender, nos dice poco sobre la profunda turbulencia que la provoca. La comprensión exige en este caso un retroceso histórico y una crítica epistemológica. En otras palabras, debemos retroceder en el tiempo y reevaluar la historia a la luz de una epistemología que nos permita conocer el lado de la historia que se ha ocultado y que ahora es precioso para entender lo sucedido en Afganistán. Intentaré mostrar que hay continuidades intrigantes con todo lo que ha sucedido y cómo fue narrado en el mundo eurocéntrico a partir del siglo XVI con la expansión colonial.

Encubrimiento de la verdad

La expansión marítima europea desde el siglo XV en adelante fue legitimada por el deseo y la misión de propagar la fe cristiana. La Iglesia católica fue una presencia constante y decisiva. Bajo su égida, los territorios del "Nuevo Mundo" se repartieron entre Portugal y España y fue también ella quien legitimó la sumisión de los indios declarando en 1537 (en la bula Sublimis Deus promulgada por el papa Pablo III) que los indios eran seres humanos con alma y, por tanto, seres no solo necesitados, sino también capaces de ser evangelizados. Sin poner en cuestión la buena fe de los miles de misioneros que participaron en la misión de salvar a los indios en el otro mundo, sabemos bien que el objetivo principal de esta misión era mucho más práctico y mundano: la salvación en este mundo de los europeos a través de la prosperidad económica que provendría del acceso a las riquezas naturales del Nuevo Mundo. Como mínimo, resulta muy dudoso que la misión evangelizadora haya sido beneficiosa para los indios, pero no cabe duda de que la misión de saquear las riquezas permitió el desarrollo del que hoy presume el mundo eurocéntrico del Atlántico Norte.

De manera similar, según las autoridades estadounidenses, Estados Unidos invadió Afganistán para neutralizar el terrorismo del que habían sido víctimas tan salvajemente con el ataque a las Torres Gemelas en 2001. Dado que Osama bin Laden fue abatido, la misión se cumplió. La verdad es diferente. Los terroristas que atacaron las Torres Gemelas procedían de cuatro países: quince eran ciudadanos de Arabia Saudita, dos eran de los Emiratos Árabes Unidos, uno era libanés y otro era egipcio. Ninguno de ellos de Afganistán. Bin Laden, el líder de Al Qaeda, él mismo saudí, estuvo años escondido, no en este país, sino en Pakistán y, de hecho, muy cerca de la Academia Militar pakistaní. El interés de Estados Unidos en intervenir en Afganistán se remonta a la década de 1990 y se justificó por la necesidad de construir y proteger el oleoducto que, desde Turkmenistán a la India, pasando por Afganistán y Pakistán, resolvería las carencias de energía del sur de Asia (gasoducto conocido como TAPI, por las iniciales de los países involucrados). Fue el mismo motivo de siempre: garantizar el acceso a los recursos naturales y, en tiempos más recientes, evitar el control de China y Rusia. Por ello, al tiempo que se desencadenaba una violencia macabra (alrededor de 200.000 afganos asesinados entre militares y civiles), se gastaban millones de dólares, gran parte de ellos devorados por la corrupción, y supuestamente se eliminaba a los talibanes, se mantenían negociaciones (primero secretas y luego oficiales) con algunos grupos talibanes. Por tanto, es ridículo hablar de misión cumplida en la lucha contra el terrorismo. La misión parcialmente cumplida es el acceso a los recursos naturales, pero incluso esta se logró gracias a la intermediación de la India y Pakistán y sin comprometer el acceso al gas por parte de China y Rusia.

Por otro lado, en contra de los intereses estadounidenses, es China la que emerge como la ganadora de la crisis afgana al asegurar la continuidad de la gran inversión, la nueva ruta de la seda en Asia Central. Desde 1945, Estados Unidos acumula derrotas militares, propaga la muerte de la manera más terrible y nunca ha sido capaz de estabilizar gobiernos amigos. La humillante salida de Vietnam en 1975, la desastrosa intervención en Somalia en 1993-94, la no menos humillante retirada de Irak en 2011 y la destrucción de Libia en 2011. Pero casi siempre logran garantizar el acceso a los recursos naturales, la única misión que importa cumplir.

La ignorancia como estrategia de dominación

La expansión colonial comenzó como un salto hacia lo desconocido. Una vez dado el salto, lo que se quiso conocer sobre los pueblos y países invadidos era justo lo que facilitase la invasión. La perspectiva de penetración, saqueo, eliminación/asimilación se superponía a todo lo demás en la inversión cognitiva realizada por los colonizadores. Todo lo que chocaba con esta perspectiva fue considerado como no existente (civilización/cultura), irrelevante (técnica), atrasado o peligroso (canibalismo, supersticiones). Se produjo así una inmensa sociología de las ausencias. Con el tiempo, las exigencias de siempre (la dicha perspectiva) obligaron a una inversión cognitiva más sofisticada, pero todo ello siempre estuvo orientado hacia los mismos objetivos de dominación. Surgieron así la antropología colonial, la medicina tropical, la historia colonial, el derecho colonial, etc.

El desconocimiento occidental de Afganistán es asombroso. En un artículo publicado en 2015 en el Wilson Center, titulado America’s shocking ignorance of Afganistan, Bejanmin Hopkins muestra que las políticas occidentales sobre Afganistán todavía se basan hoy en las ideas contenidas en un libro del primer embajador británico en el reinado de Afganistán, Mountstuart Elphinstone, publicado en 1815. El autor había leído las narrativas de Tácito sobre las tribus germánicas y fue sobre esta base y los recuerdos de los clanes de su Escocia natal que construyó todas las ideas de la sociedad tribal afgana. Según Hopkins, el mapa etnolingüístico militar del ejército de EE.UU. es hoy poco más que una actualización del mapa contenido en el texto de 1815. Por tanto, se asumió que el problema de Afganistán no era político sino etnocultural y que la cultura tribal era responsable del extremismo y la corrupción. Por supuesto, el problema no está en destacar la importancia de la cultura, sino en tener una concepción ahistórica y estereotipada de la misma. La ignorancia de la realidad afgana fue fundamental para concebir a los afganos como receptores pasivos de las políticas occidentales, del bloque soviético o de la OTAN. Los "expertos" en Afganistán eran expertos... en terrorismo. El reduccionismo tribal no ha permitido ver que la sociedad afgana es hoy también una sociedad de refugiados y globalizada. Pero permitió justificar todo tipo de intervenciones que resultaron en trágicos fracasos.

La desespecificación del otro

Hoy sabemos que la complejidad de las sociedades encontradas por los colonizadores era diferente a la que estos atribuían a sus sociedades de origen y que, en consecuencia, se caracterizaron como sociedades simples, sin estructuras e instituciones políticas. El privilegio de caracterizar y de nombrar al otro es quizás la manifestación más genuina del poder colonial. En el juego de espejos que construyó este privilegio, los pueblos colonizados fueron descritos a lo largo del tiempo como salvajes, primitivos, atrasados, holgazanes, sucios, subdesarrollados. El supuesto de estas caracterizaciones es que agotan lo relevante que debe ser conocido sobre los caracterizados. Así, promueven y disfrazan la desespecificación de sus objetos. Sobre la base de esta política de nominación, las políticas coloniales durante siglos encontraron una fácil justificación.

Desde la última invasión de Afganistán, los afganos fueron divididos por los invasores en dos categorías: terroristas y víctimas. Sobre esa base fueron documentados, vigilados y bombardeados. En ningún momento (excepto para proteger el acceso a los recursos naturales) se les podría considerar como interlocutores válidos o como poblaciones y generaciones con aspiraciones y necesidades diferenciadas. Siguiendo estas premisas, lo que se promovió fue el conocimiento sobre los afganos, nunca el conocimiento con los afganos. La producción activa de ignorancia fue fundamental para justificar las definiciones, representaciones y teorizaciones que sustentaban las políticas de intervención. Afganistán fue visto como un enorme depósito de terrorismo. Y en la guerra contra el terrorismo solo interesa identificar y eliminar terroristas. Todo lo demás es "collateral damage". Al igual que en el proyecto colonial, lo importante fue evitar que los afganos caracterizaran a su país en sus propios términos y reivindiquen un futuro acorde con sus aspiraciones.

Know-how tecnológico contra la sabiduría

El conocimiento tecnológico se basa en la comprensión y transformación de la realidad a partir de fenómenos que se observan sistemáticamente y con desprecio e ignorancia por fenómenos no observados. Lo que desde el siglo XVIII se considera progreso social es un producto del conocimiento tecnológico. La sabiduría no se opone necesariamente al conocimiento tecnológico, sino que lo subordina a la comprensión y promoción del valor de la vida, tanto individual como colectiva, para lo cual es necesario tener en cuenta tanto los fenómenos observados como los no observados. El conocimiento occidental, sobre todo cuando estaba al servicio de la expansión colonial, fue siempre un conocimiento tecnológico militantemente contrario a la idea de sabiduría. Las consecuencias de esto son claramente evidentes en los epistemicidios (la destrucción del conocimiento de los colonizados), lingüicidios y genocidios cometidos a lo largo de los siglos.

En Afganistán, el vértigo tecnológico ha llegado a su paroxismo, dejando más de 200.000 muertos en el terreno y una plétora de nuevos expertos en nuevas tecnologías de destrucción. Una de las áreas más macabras son los drones. En un texto titulado Damage Control: the unbearable whiteness of drone work", publicado el 16 de marzo de 2021 en la revista Jadaliyya, Anila Daulatzai y Sahar Ghumkhor muestran cómo los afganos, al igual que los somalíes, yemeníes, iraquíes y sirios, son caracterizados por la nueva especialidad científica interdisciplinaria, la "cultura de los drones". Esta disciplina "explora las culturas de los drones desde múltiples perspectivas y prácticas con el objetivo de generar diálogos entre las disciplinas para comprender la diversidad de los drones y la cultura de los drones". En el contexto de Afganistán, que ha servido mucho al crecimiento de la especialidad, nos enfrentamos a una tecnología de la muerte elevada a la dignidad de epistemología, un edificio científico en cuya base solo hay muerte y ruina. Es difícil imaginar en los últimos tiempos otro tema en el que el know-how tecnológico y la sabiduría se desconozcan tan completamente.

Fuente: https://blogs.publico.es/espejos-extranos/2021/08/25/colonialismo-y-epistemologia-de-la-ignorancia-una-leccion-afgana/





sábado, 14 de agosto de 2021

La nueva guerra fría. Boaventura de Sousa Santos


2 agosto 2021
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

Las trompetas de la guerra fría han vuelto a sonar. El presidente de Estados Unidos anuncia a los cuatro vientos la nueva cruzada.  Esta vez, los términos parecen diferentes, pero los enemigos son los mismos: China y Rusia, principalmente. Se trata de la "guerra" entre democracias y autoritarismos (dictaduras o gobiernos democráticos truncados por el dominio absoluto de un partido). Como de costumbre, los gobiernos occidentales y los comentaristas de turno se han alineado fielmente para el combate. Los portugueses que en la edad adulta vivieron en la época de la dictadura de Salazar no dudan en distinguir entre democracia y autoritarismo y en preferir la primera al segundo. Los nacidos después de 1974, o poco antes, cuando no aprendieron de sus padres lo que fue la dictadura, muy probablemente tampoco lo aprendieron en la escuela. Se encuentran, pues, en disposición de confundir ambos regímenes políticos.

A su vez, la realidad de muchos países considerados democráticos muestra que la democracia atraviesa una profunda crisis y que la distinción entre democracia y autoritarismo es cada vez más compleja. En varios países del mundo se suceden protestas en las calles para defender la democracia y luchar por los derechos vulnerados, derechos que casi siempre están consagrados en la Constitución. Muchas de estas protestas se dirigen contra líderes políticos elegidos democráticamente, pero que han ejercido el cargo de manera antidemocrática, en contra de los intereses de las grandes mayorías, a veces frustrando enormemente las expectativas de los ciudadanos que les votaron. Son los casos de Brasil, Colombia y la India, y fueron también los casos de España, Argentina, Chile y Ecuador en los últimos años. En otros casos, las protestas tienen como objetivo evitar el fraude electoral o hacer cumplir los resultados electorales, siempre que las élites locales y las presiones externas se nieguen a reconocer la victoria de los candidatos apoyados por la mayoría. Ha sido el caso de México durante años, el caso de Bolivia en los últimos tiempos y, en la actualidad, el caso de Perú.

A primera vista, hay algo extraño en estas protestas, porque la democracia liberal tiene como característica fundamental la institucionalización de los conflictos políticos, su solución pacífica en el marco de procedimientos inequívocos y transparentes. Se trata de un poder político que se conquista, se ejerce y se abandona democráticamente, a través de reglas consensuadas. ¿Por qué razón, en este caso, los ciudadanos están protestando fuera de las instituciones, en las calles, más aún cuando corren graves riesgos de enfrentarse a una fuerza represiva excesiva? Y lo más intrigante es que los gobiernos de todos los países que he mencionado son aliados de Estados Unidos, que quiere contar con ellos en su nueva cruzada contra el autoritarismo de China y sus aliados.

La perplejidad se instala. Si, por un lado, es crucial mantener la diferencia entre democracia y autoritarismo; por otro lado, los rasgos autoritarios de las democracias realmente existentes se agravan cada día. Veamos algunos. Rusia arresta autoritariamente al disidente Alexei Navalny; las democracias occidentales, presionadas por Estados Unidos, dejan morir en prisión al periodista Julian Assange, que probablemente en unas décadas recibirá, a título póstumo, el Premio Nobel de la Paz. En los regímenes autoritarios, los medios de comunicación no son libres para dar voz a los diferentes intereses sociales y políticos; en las democracias, la preciada libertad de expresión se ve cada vez más amenazada por el control de los medios de comunicación por parte de grupos financieros y otras oligarquías, así como por las redes sociales que utilizan algoritmos para impedir que las ideas progresistas lleguen al gran público y permitir que ocurra lo contrario con las ideas reaccionarias. Los gobiernos autoritarios eliminan a opositores que luchan por la democracia en sus países; las democracias destruyen algunos de estos países (Irak, Libia) y matan a miles de inocentes para defender la democracia.

Los regímenes autoritarios eliminan la independencia judicial; las democracias promueven persecuciones políticas a través del sistema judicial, como lo ilustra dramáticamente la operación Lava-Jato en Brasil. En los gobiernos autoritarios, los líderes no son elegidos libremente por los ciudadanos; en las democracias, la forma en que los poderes fácticos inventan y destruyen candidatos es cada vez más preocupante. En los gobiernos autoritarios, todos los procedimientos son inciertos para que los resultados sean ciertos (el nombramiento o elección de los líderes elegidos de forma autocrática). En las democracias se aplica lo contrario: procedimientos ciertos para obtener resultados inciertos (la elección de líderes elegidos por la mayoría). Pero es cada vez más común que quienes tienen poder económico y social también tengan el poder de manipular los procedimientos para garantizar los resultados deseados. Con tal manipulación (fraude electoral, financiación ilegal de campañas, fake news y discursos de odio en las redes sociales, etc.), los procedimientos democráticos, supuestamente ciertos, se han vuelto inciertos. Con esto, se corre el riesgo de la inversión de la democracia: procesos inciertos para resultados ciertos.

Además de estos ejemplos, entre muchos otros, la dualidad de criterios es flagrante. Son gobiernos autoritarios y, por tanto, hostiles, China, Rusia, Irán, Venezuela; pero no son hostiles, a pesar de ser autoritarios, Arabia Saudita, las monarquías del Golfo, Egipto y, mucho menos, Israel, a pesar de someter a más del 20% de su población (los árabes israelíes) a la condición de ciudadanos de segunda clase, y someter a Palestina a un régimen de apartheid, como reconoció recientemente Human Rights Watch. A su vez, las embajadas e instituciones estadounidenses encargadas de promover "regímenes democráticos amigos de Estados Unidos", e incluso las fundaciones alimentadas para los mismos fines con el dinero de los multimillonarios, acogen con preferencia a políticos y partidos de derecha e incluso de extrema derecha, siempre que estos juren lealtad a los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos. En Europa, Steve Bannon, exasesor de Donald Trump, promueve fuerzas de extrema derecha, antieuropeas y católicas conservadoras que se oponen al Papa Francisco.

Todo ello desemboca en una situación paradójica: mientras el discurso de la Guerra Fría exalta la diferencia entre democracia y autoritarismo, las prácticas de las potencias hegemónicas no se cansan de reforzar los rasgos autoritarios, tanto de las democracias como de los regímenes autoritarios. Alguien está engañando a alguien. Europa haría bien en convencerse a sí misma de que la nueva Guerra Fría tiene poco que ver con democracia versus autoritarismo. Es solo una nueva fase de confrontación entre el capitalismo multinacional estadounidense y el capitalismo de Estado chino (donde Rusia se está integrando). Es una lucha nada democrática entre un imperio en declive y un imperio en ascenso. Europa, excluida por primera vez en cinco siglos del protagonismo global, tendría todo el interés en mantener una distancia relativa de ambos antagonistas y seguir una tercera vía de autonomía relativa. Bastaría seguir el ejemplo de los países del Sur global reunidos en la Conferencia de Bandung (1955), quizás ahora con más posibilidades de éxito. Mucho más cerca de nosotros, tal vez sea suficiente con leer y seguir las encíclicas del papa Francisco.

Fuente: https://blogs.publico.es/espejos-extranos/2021/08/02/la-nueva-guerra-fria/

domingo, 8 de agosto de 2021

Las estatuas de nuestro malestar. Boaventura de Sousa Santos


 
 Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez 

        Las estatuas se parecen mucho al pasado, por lo que cada vez que se ponen en cuestión recurrimos a los historiadores. La verdad es que las estatuas solo son pasado cuando están tranquilas en las plazas, compartiendo la indiferencia mutua entre nosotros y ellas. En esos momentos, que a veces duran siglos, son más visitadas intencionalmente por las palomas que por los seres humanos. Cuando, sin embargo, se convierten en objeto de disputa, las estatuas saltan del pasado y se convierten en parte de nuestro presente. De lo contrario, ¿cómo podríamos dialogar con ellas y ellas con nosotros? Por supuesto, hay estatuas que nunca son objeto de disputa, bien porque pertenecen a un pasado demasiado remoto para saltar al presente, bien porque pertenecen al presente eterno del arte. Estas estatuas no están a salvo de extremistas desquiciados, como es el caso de los Budas de Bamiyan, del siglo V, destruidos por los talibanes de Afganistán en 2001. 

        Las estatuas que dan este salto y se ofrecen al diálogo forman parte de nuestro presente y son cuestionadas porque representan cuentas que no han sido saldadas, destrucciones e injusticias que no fueron reparadas. Quienes las cuestionan no les piden cuentas ni les exigen reparaciones a ellas. Las cuentas deben hacerlas y las reparaciones deben realizarlas los herederos o detentores del poder injusto que las estatuas representan. Siempre que el poder que las mandó erigir fue derrotado justa o injustamente, las estatuas fueron rápidamente retiradas sin ninguna conmoción e incluso con aplausos. Si el actual movimiento de contestación a las estatuas es tan fuerte, iniciado por el movimiento #blacklivesmatter, se debe a la continuidad en el presente del poder que en el pasado originó las destrucciones e injusticias de las que las estatuas son testigos involuntarios. Y si el poder continúa, la destrucción y la injusticia también continúan. La disputa es contra estas. 

         ¿Y qué poder es este? En el contexto europeo y eurodescendiente, ese poder es el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, tres formas articuladas de poder que dominan durante casi seis siglos. La primera es del siglo XV y las otras dos existieron mucho antes, pero fueron reconfiguradas por el capitalismo moderno y puestas a su servicio. Las tres se articulan de manera que ninguna existe sin las otras. Lo que consideramos pasado es, por tanto, una ilusión óptica, una ceguera con relación al presente. 

         ¿El colonialismo es pasado? No. Lo que forma parte del pasado (y no del todo, como demuestran los casos del Sáhara Occidental, de Papúa Occidental y de Palestina) es una forma específica de colonialismo, el colonialismo histórico resultado de la ocupación territorial por parte de una potencia extranjera. Pero el colonialismo ha continuado hasta hoy bajo otras formas, desde el neocolonialismo hasta el saqueo de los recursos naturales de las antiguas colonias y el racismo. Si nada de esto formara parte de nuestro presente, las estatuas estarían sosegadas y entregadas a las palomas. 

        Para ser más concretos, si en las afueras de Lisboa no existiera el barrio de Jamaica, si el color de la piel de las poblaciones más expuestas al virus no fuera el que es y fuera el mismo de quienes teletrabajan, si no hubiera brutalidad policial racista ni grupos neonazis infiltrados en sus organizaciones profesionales, las estatuas permanecerían en su calma pétrea o metálica. 

        ¿Y qué ocurre con el patriarcado? ¿No es cosa del pasado con todas las leyes y políticas existentes en defensa de la igualdad de género? No. Si los movimientos feministas fueran plenamente exitosos, el feminicidio no aumentaría, ni la pandemia tampoco habría disparado la violencia contra las mujeres en todos los países. 

        Y el capitalismo, ¿no ha terminado? No. Esta es quizá la ilusión más perversa, propagada por los medios, por los economistas y por muchos científicos sociales. Para muchos, el capitalismo era una ideología; ahora lo que hay son mercados, empleados, emprendedores, economía de mercado, PIB, desarrollo. De hecho, el capitalismo ha aumentado su capacidad de producir injusticia en los últimos cuarenta años, bien reflejada en la erosión de los derechos de los trabajadores, en el estancamiento de los salarios (en los Estados Unidos, desde 1969). Es en este caldo de poder injusto donde aumenta el racismo, la negación de otras historias, la violencia contra las mujeres y la homofobia. Es contra este poder que se dirige la contestación de las estatuas. Este desafío da un énfasis especial a la lucha antirracista y anticolonial, pero no olvidemos que es tan importante como la lucha antisexista y anticapitalista. 

        Las estatuas no descansarán mientras existan estas formas de poder, especialmente con la virulencia que tienen hoy. Y las estatuas solo parecen objetivos inocentes y desenfocados porque hoy domina la política del resentimiento: como dejamos de conocer las causas del descontento, invertimos contra sus consecuencias. Es por eso que el trabajador estadounidense blanco y empobrecido piensa que su peor enemigo es el trabajador inmigrante, latino, aún más empobrecido que él. Es por eso que la clase media europea, temerosa de perder lo poco que conquistó, cree que sus peores enemigos son los inmigrantes y los refugiados. Mientras este poder permanezca, si quien lo posee tuviera alguna conciencia histórica e incluso está disponible para hacer concesiones, debería tener la prudencia de recolectar ordenadamente todas las estatuas y construir un museo para ellas. Luego pediría a artistas, escritores y científicos del país y de los países que con tanta ligereza consideramos hermanos que construyan diálogos interculturales con las estatuas y hagan de ello una pedagogía creativa de la liberación. Cuando eso suceda, el pasado saldrá del presente a través de la puerta principal. 

        Hay buenas condiciones para hacer esto porque los pueblos ofendidos, además de resistir tanta humillación, son creativos e incluso pueden reconocer que el poder que los ofendió también quiere ser rescatado. Cuento dos historias de mi experiencia de investigación como sociólogo. En 2002, estaba haciendo trabajo de campo en la Isla de Mozambique, en el norte del país, cuando me contaron la primera historia. Hay una estatua del poeta portugués Luís de Camões (1524-1580) en la Isla, colocada en la época colonial. Con los turbulentos cambios de la independencia en 1975, la estatua fue retirada y guardada en los depósitos de la capitanía. Entretanto, dejó de llover durante años en la Isla. Los antiguos sabios de la Isla se reunieron, realizaron sus rituales y llegaron a la conclusión de que la falta de lluvia quizás se debiese a la retirada prematura de la estatua. Pidieron que se repusiera la estatua y Camões está allí, mirando la inmensidad del Océano Índico y trayendo la lluvia que llena la cisterna. La estatua de Camões y su historia fueron así reapropiadas por los mozambiqueños. 

        La segunda historia ocurrió el 24 de julio de 2014, cuando los descendientes de los niños indígenas que están en la polémica estatua del padre António Vieira (1608-1697), erigida en una plaza de Lisboa en 2017, visitaron el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra. Eran nueve líderes indígenas que representaban a los pueblos Guajajara, Macuxi, Munduruku, Terena, Taurepang, Tukano, Yanomami y Maya, la mayor delegación de indios brasileños que haya estado en Europa. Vinieron a agradecerme por mediar con el Tribunal Federal Supremo de Brasil en la demarcación de la tierra indígena Raposa Serra do Sol. Sin desmerecer a la universidad McGill de Canadá, que inició la lista, ni a las dieciocho universidades que me concedieron luego el grado de doctor honoris causa, considero que el tocado indígena y el bastón de mando que me dieron en la ceremonia son uno de los honores más preciados. Quien se equivocó fue la estatua del padre António Vieira, porque nos hace creer que esos niños siguieron siendo niños hasta hoy. Y hay muy buenas personas que continúan pensando lo mismo. 

miércoles, 4 de agosto de 2021

El difícil parto de la renovación política: el caso de Perú. Boaventura de Sousa Santos


 Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez 
 
        El contexto internacional de la tercera década del siglo está siendo marcado por el grave declive de la convivencia democrática, ya de por sí congénitamente débil y selectiva. Este declive tiene dos caras. Por un lado, el predominio agresivo de las fuerzas políticas de derecha más conservadoras. En el continente latinoamericano esta agresividad se manifiesta en la renovada presencia de la extrema derecha, que se afirma de muchas maneras: el discurso de odio racial y sexual en las redes sociales que a veces se aloja impunemente en el discurso político oficial (el legado más nefasto de Donald Trump); la inculcación ideológica de peligros imaginados (el comunismo, el extremismo o el chip insertado en las vacunas) o del negacionismo ante peligros reales (la gravedad de la pandemia); el recurso a la narrativa del golpe antidemocrático para restablecer un orden supuestamente amenazado por una subversión inminente que, de hecho, está siendo planeada milimétricamente por quienes se proclaman como la única opción para detenerla; el resurgimiento de grupos armados ilegales que actúan con la complicidad del Estado. 

        La otra cara del declive democrático radica en la desorientación de las fuerzas políticas de izquierda. Se manifiesta también de muchas maneras: pérdida de contacto con las necesidades, las aspiraciones y las narrativas de indignación de las clases populares cuyos intereses dicen defender; concentración exclusiva en estrategias electorales a corto plazo cuando cada vez es más incierto que haya elecciones o que estas sean libres y justas; surgimiento de nuevos sectarismos y dogmatismos, ya sea en nombre de la prioridad del desarrollo extractivista, ya sea en nombre de la prioridad de las pautas identitarias raciales o sexuales; de este sectarismo deriva la incapacidad para identificar lo que, a pesar de todo, une a las diferentes fuerzas de izquierda y para incidir pragmáticamente en estos puntos de unión a fin de ofrecer una alternativa política creíble (la víctima más reciente de este sectarismo fue la izquierda ecuatoriana tras la primera vuelta de las elecciones de 2021). 
         
        La convergencia tóxica de estas dos caras del declive democrático está haciendo que las poblaciones vulnerabilizadas por el capitalismo cada vez más salvaje, por el colonialismo eterno y por el patriarcado no menos eterno sigan, según el contexto, uno de los tres caminos siguientes: a) sucumbir a la desesperación y resignarse por la vía del crimen o de la salvación en el otro mundo, acogiéndose mansamente como corderos a la protección de los lobos trascendentes del capital religioso; b) rebelarse fuera de las instituciones, dando lugar a explosiones sociales que pueden incluir ocupaciones de zonas urbanas (India y Colombia), saqueo de tiendas y supermercados (Sudáfrica) o destrucción de estatuas de esclavistas y de asesinos de los vencidos de la historia (Sudáfrica, Estados Unidos, Colombia y, más recientemente, Brasil); c) organizarse para asegurar la transformación del sistema político y social, utilizando los procesos electorales para elegir a los candidatos que prometan dicha transformación. Solo este último camino garantiza el rescate de la convivencia democrática y por eso me centro en él, sin dejar de insistir por ello en que tiene lugar en el contexto en el que otros caminos se siguen o pueden seguirse en paralelo o secuencialmente. 

        El camino de la transformación política tiene en la actualidad tres caras principales en el continente: el rescate a través de la elección de candidatos populares conocidos tras la cruel experiencia con gobiernos de derecha neoliberal (México, con López Obrador, Argentina, con Alberto Fernández, Bolivia, con Luis Arce); el rescate por vía de la transformación del sistema político mediante la convocatoria de asambleas constituyentes (Chile); el rescate por medio de la elección de candidatos hasta ahora desconocidos, pero cuyo origen y trayectoria legitima el riesgo de un cheque político casi en blanco (Perú). Todos estos caminos ofrecen cierta esperanza (al menos, la de respirar durante algún tiempo, lo que no es poco en tiempos de pandemia) y todos implican riesgos. Me centro en el caso de Perú por su actualidad y complejidad. 

        El pasado 28 de julio Pedro Castillo asumió la presidencia de Perú. Hasta hace unos meses, Castillo era un desconocido político. Nacido en Tacabamba, a casi mil kilómetros de Lima, centro político de Perú, Castillo es un campesino humilde, maestro de primaria, rondero, (las rondas campesinas son patrullas de defensa comunitaria elegidas por comunidades campesinas y hoy legalmente reconocidas por el Estado) y dirigente sindical que concentra en sí mismo las características de las poblaciones que siempre han estado excluidas económica, social y políticamente por razones clasistas, racistas o sexistas. El proceso que culminó el 28 de julio es tan revelador del declive democrático como de la posibilidad de rescatarlo. 

        Veamos primero el declive. Las fuerzas de derecha hicieron todo lo posible para impedir la toma de posesión de Pedro Castillo. Invocaron fraude electoral, recurrieron a dilaciones procesales en las instancias electorales, promovieron la demonización de Castillo en los medios de comunicación nacionales e internacionales (en los que participó el patético Vargas Llosa), movilizaron a las Fuerzas Armadas y a las iglesias para frenar la “subversión”. La situación era complicada porque Pedro Castillo había ganado las elecciones por un pequeño margen. Hoy está claro en las Américas (incluyendo EE.UU.) que quien se proponga rescatar la normalidad democrática tiene que ganar con un amplio margen para evitar ser sometido al tormento de la sospecha manipulada de fraude electoral. Ya antes lo habría mostrado López Obrador, a quien le robaron varias elecciones antes de la que ganó por una diferencia de muchos millones de votos. 

        Esta vez, las fuerzas de derecha no lograron sus objetivos porque se enfrentaron a un importante factor de rescate. Es que Castillo se identificaba con los excluidos de la historia de Perú. Una de cada cuatro personas se identifica como miembro de uno de los muchos pueblos indígenas andinos y amazónicos que han sido víctimas de proyectos mineros extractivistas, a los que se han opuesto con riesgo de sus vidas. Según datos de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, entre 2001 y 2021 fueron asesinados 200 defensores de derechos humanos involucrados en la defensa de los territorios. No es de extrañar que Castillo haya obtenido más del 70% de los votos en las provincias donde las poblaciones sufren más por los grandes proyectos mineros (Espinar, Chumbivilcas, Cotabambas, Celedín, Islay, Pasco, Ayabaca, Cañaris). Ante el peligro de que les roben la elección, miles de indígenas y campesinos, ronderos, acostumbrados a rondar por sus comunidades para garantizar la seguridad de sus vecinos, convergieron en Lima, provenientes del Perú profundo, esta vez para velar y garantizar la seguridad de algo más bien etéreo, el resultado de las elecciones, la democracia misma. Por tanto, tampoco es de extrañar que, mientras en los gobiernos de los últimos veinte años los ministros que integraban el gobierno nacieron predominantemente en Lima –entre el 62% en la gestión de Martín Viscarra y el 87% en la de Alejandro Toledo–, ahora en el Gobierno de Pedro Castillo solo el 29% de sus ministros posesionados nació en Lima. 

        Este movimiento no sucedió por casualidad. Tenía antecedentes en el movimiento de los jóvenes urbanos que, en octubre de 2020, se rebeló contra un gobierno ilegítimo y ocupó las calles de Lima en defensa de la democracia, dos de los cuales fueron asesinados. Fueron reprimidos violentamente y así se convirtieron en la nueva generación de héroes, los héroes del bicentenario. Esta conjunción anunciaba la posibilidad de nuevas alianzas intergeneracionales y entre la ciudad y el campo, alianza que, en este momento, parece tener nueva y particular importancia en otros países (por ejemplo, en la explosión social que vive Colombia actualmente). 

        Pero las dificultades en la elección de Pedro Castillo y en la composición de su Gobierno revelan también la otra cara del declive democrático que mencioné anteriormente: la desorientación y fragmentación de las fuerzas de izquierda. Las alianzas necesarias revelaron la existencia de importantes fracturas entre las izquierdas. Las fracturas son complejas y en ellas convergen las viejas rivalidades tácticas y estratégicas que siempre dominaron en la izquierda tradicional, y las nuevas rivalidades sobre la naturaleza y prioridad de las nuevas luchas contra la discriminación racial y sexual. A diferencia de lo ocurrido en Ecuador, la división no parece ser tanto sobre la prioridad de la lucha contra el extractivismo minero y la desigualdad social que provoca. Tiene que ver, principalmente, con la división entre izquierdas progresistas en el plano de la igualdad socioeconómica y conservadoras en el plano de las costumbres e identidades (igualdad de género y defensa de las causas LGBTIQ), por un lado; e izquierdas progresistas en ambos planos e incluso, eventualmente, que priorizan el segundo plano, por otro. Esta división fue ocultada a veces por acusaciones de extremismo que llegaron a envolver la memoria de la subversión guerrillera (Sendero Luminoso), un peligro ahora definitivamente enterrado en Perú (no se puede decir lo mismo de la subversión contrarrevolucionaria de extrema derecha, en la tradición nefasta del fujimorismo). Estas divisiones fueron evidentes en la constitución de la mesa directiva del Congreso y el desastroso resultado podría ser fatal para el gobierno de izquierda. También fueron evidentes en el proceso de constitución del Gobierno, pero aquí fue posible superarlas y prevaleció el sentido común. Por ahora, al menos. 

        Nada de esto es seguro, excepto que las fuerzas de derecha y extrema derecha estarán atentas y no desaprovecharán ninguna de las oportunidades que les brinde este gobierno de izquierda para derrotar una propuesta de esperanza que ahora vuelve a iluminar el continente desde Perú. En su discurso de toma de posesión, el presidente Pedro Castillo utilizó la expresión quechua Kachkaniraqmi, que significa “sigo siendo”. A pesar de todas las exclusiones y humillaciones del pasado, el pueblo humilde y trabajador de Perú, con la elección de Pedro Castillo, recupera la esperanza de seguir siendo garante de la lucha por una sociedad más justa. Esta esperanza está presente de modo muy elocuente en las palabras de uno de los ministros más importantes del nuevo Gobierno, Pedro Francke, ministro de Economía: "Por un avance sostenido hacia el Buen Vivir, por igualdad de oportunidades, sin distinción de género, identidad étnica u orientación sexual. Por la democracia y la concertación nacional, ¡sí juro!".