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Capítulo I – El Uno que excluye: patriarcado, monoteísmo y cuerpo femenino
Desde tiempos remotos, el relato del Uno ha dominado el horizonte simbólico de Occidente. Un solo Dios, un solo camino, una sola verdad. Esta unidad, proclamada como principio sagrado, ha servido como arma de exclusión y subordinación. El Uno que todo lo abarca ha sido también el Uno que todo lo domestica, desplazando hacia los márgenes lo femenino, lo múltiple, lo corporal y lo deseante.
Cuando el poder se reviste de sacralidad, la diferencia se convierte en amenaza. Así, el pensamiento monoteísta –en sus formas religiosas, filosóficas y políticas– ha construido una arquitectura simbólica del dominio. Bajo la máscara de lo eterno, ha legitimado jerarquías donde unos hablan en nombre de todos, y otras son silenciadas. No fue solo una elección teológica, sino un modo de ordenar el mundo borrando sus bordes.
El patriarcado encontró en el monoteísmo su espejo perfecto: un Dios Padre, varón, trascendente, creador desde lo alto, separado de la materia y del deseo. Este arquetipo moldeó una masculinidad normativa, temerosa de todo lo que fluye, cambia o vibra. En ese reflejo, el cuerpo femenino fue proyectado como lo otro: lo impuro, lo indómito, lo que debe ser cubierto, disciplinado o velado.
No es casual que en las grandes religiones monoteístas las figuras femeninas –Eva, María, Agar, Sara– aparezcan bajo el signo de la obediencia, la culpa o la instrumentalización. Su voz, cuando existe, llega bajo sospecha. Su cuerpo, cuando irrumpe, debe ser domesticado. Esta simbólica no se limita a los textos sagrados: atraviesa nuestras formas de amar, educar y gobernar. Todo lo que porta un poder no regulable –la fertilidad, el éxtasis, la intuición, los saberes ancestrales– ha sido desplazado a la sombra.
Pero los cuerpos recuerdan. La Tierra recuerda. Lo femenino –no como género, sino como energía vital y modo relacional de estar en el mundo– persiste en grietas y memorias que se resisten al olvido. Este capítulo nombra la herida: la matriz simbólica que convirtió al Uno en cárcel, al dogma en frontera, y a lo femenino en falta. No para quedarnos en la denuncia, sino para vislumbrar espiritualidades que no teman al cuerpo ni al deseo; que reconozcan en la pluralidad un principio sagrado.
Necesitamos desobedecer al Uno. Recordar que la vida nunca fue singular, que la verdad no habla en único tono, y que lo sagrado puede ser múltiple, cercano y danzante. Solo así, liberándonos de su tiranía, podremos construir un nosotras más justo, amoroso y vivo.
1.1. El Uno como estructura simbólica de dominación
La idea de un solo Dios, masculino, omnipotente y trascendente no es neutra. Es una construcción que refleja y legitima un orden donde lo vertical se impone sobre lo horizontal, donde la verdad es única y excluyente, donde el poder no se comparte, se concentra.
El Uno necesita jerarquía. Y desde esa cima simbólica ha descendido una cultura que ha regulado cuerpos, silenciado voces y definido lo humano desde una mitad amputada. Así se edificaron las religiones monoteístas: con genealogías sin madres, con palabras reveladas por varones, con instituciones que hicieron del patriarcado no solo una práctica, sino una sagrada misión.
Esta lógica del Uno no está solo en los templos. Está en el lenguaje, en la historia, en la ciencia, en el derecho. Se filtra en nuestras formas de amar, de pensar, de crear, de educar. Es la lógica de la exclusividad, del mandato, de la homogeneidad disfrazada de universal.
1.2. La cultura occidental como mundo del Uno
Occidente no solo creyó en un solo Dios: construyó una civilización que reflejara ese mismo principio. Filosofía, política, economía, educación: todo fue configurado para responder al ideal de la unidad, de la objetividad, de la razón dominante.
Pero lo femenino –en tanto símbolo de lo diverso, lo cíclico, lo carnal, lo impredecible– fue la amenaza más profunda a ese modelo. Porque representaba otra lógica: no la del Uno, sino la del Dos, la del entre, la del vínculo. Y por eso fue reducido, silenciado, quemado, canonizado en la obediencia o expulsado como desorden.
Se asesinaron brujas, se borraron diosas, se ritualizó la sumisión. La madre fue convertida en virgen, la sexualidad en pecado, el deseo en peligro.
1.3. El origen simbólico del patriarcado y el monoteísmo
Antes del Uno, hubo multiplicidad. Pueblos que honraban lo cíclico, culturas que veneraban diosas, tradiciones donde lo sagrado se tejía con la tierra y no se separaba de ella. Pero el patriarcado –más que un sistema de dominación social– fue también una revolución simbólica: un desplazamiento radical de lo femenino como centro de sentido hacia su marginalización estructural.
Con el monoteísmo, esta transformación se sacralizó. Ya no era solo el varón quien tenía poder, era Dios mismo quien lo legitimaba. La espiritualidad pasó a ser masculina, vertical, trascendente. Y el cuerpo femenino, un riesgo permanente de caída. No fue casual que Eva –la que deseó, la que mordió, la que ofreció– fuera el comienzo de la culpa.
1.4. Normas religiosas e institucionales que controlan el cuerpo femenino
La historia del monoteísmo es también la historia del cuerpo de las mujeres convertido en campo de batalla simbólico. Normas sobre la vestimenta, la pureza, el silencio, la obediencia; regulaciones sobre el deseo, la maternidad, la voz. La religión no solo dictó lo que debía creerse: dictó cómo debía ser habitado el cuerpo femenino.
La menstruación fue impura, el placer una amenaza, la autonomía una desobediencia. Y no desde el margen, sino desde el altar. Desde el púlpito, desde la ley divina. Desde una sacralidad que se volvió vigilancia.
El patriarcado monoteísta no teme al cuerpo femenino por debilidad, sino porque presiente en él una fuerza: la del goce, la del vínculo, la del nacimiento, la de la palabra libre. Controlar ese cuerpo fue indispensable para sostener la ilusión del Uno.
1.5. Reflexión final: salir del Uno, recuperar la pluralidad
Este capítulo no es un juicio, es una invitación. A mirar el Uno no como destino, sino como construcción. A deshacer sus dogmas no con odio, sino con profundidad. A recuperar las voces que fueron silenciadas, los cuerpos que fueron negados, las espiritualidades que fueron desplazadas.
Salir del Uno no significa caer en el caos. Significa abrirse a la vida. A la diferencia como riqueza. Al cuerpo como saber. Al deseo como brújula. A lo femenino como posibilidad de mundo.
Este es el comienzo de otra narrativa. Una que no busca sustituir un absoluto por otro, sino habitar el entre, el plural, el gesto compartido. Porque solo desde ahí, quizás, podamos sanar la herida profunda que dejó el Uno en nuestras almas.