jueves, 25 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo IV

 


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Capítulo IV – Espiritualidad encarnada: cuerpo, tierra y comunidad

La espiritualidad que no atraviesa el cuerpo es un espejismo. Un mapa sin territorio. Un símbolo sin carne. Durante siglos, nos enseñaron a mirar al cielo para encontrar a Dios, a elevarnos, a purificarnos, a huir del cuerpo como si fuera cárcel o mancha. Pero el alma no está arriba. Está aquí. En la sangre, en los huesos, en la tierra que respiramos.

Es desde esta certeza encarnada que brota otra forma de espiritualidad: una que no niega lo que somos, sino que lo celebra. Una que nos reconcilia con lo que ha sido dividido, exiliado, silenciado. Una espiritualidad que no necesita templos de piedra porque reconoce que el primer altar es el cuerpo y la tierra es la gran maestra.

4.1 El cuerpo como territorio: genealogía del sometimiento

El cuerpo ha sido el gran campo de batalla del patriarcado. Particularmente el cuerpo femenino, convertido en objeto de control, vigilancia y disciplina. Desde las prescripciones morales hasta las normativas estéticas, todo ha conspirado para arrancar a las mujeres de su cuerpo, hacerles sentir que deben corregirlo, esconderlo, adaptarlo.

El monoteísmo contribuyó a esa alienación. No solo separó el alma del cuerpo, sino que hizo del cuerpo un obstáculo para lo sagrado. El deseo fue pecado, la menstruación fue impureza, el parto fue castigo. El cuerpo se volvió sospechoso.

Pero las mujeres saben –con una sabiduría que no necesita teoría– que el cuerpo es memoria. Es casa. Es campo fértil de intuiciones. El cuerpo recuerda lo que la historia quiso borrar. Y por eso, recuperarlo no es solo un gesto personal, sino político y espiritual.

4.2 El cuerpo como templo: espiritualidad encarnada

Decir que el cuerpo es templo no es una metáfora: es una verdad ancestral. En muchas culturas originarias, el cuerpo no se separa del alma, ni del cosmos. Es parte del gran tejido viviente. Respiramos con la tierra. Sentimos con el agua. Latimos con la luna.

Una espiritualidad encarnada no teme a la sensualidad, al dolor, a la piel. No quiere escapar de la experiencia, sino habitarla con más presencia. El cuerpo no es un medio para llegar a Dios: es Dios manifestado.

Volver al cuerpo como templo implica escuchar sus ritmos, sus ciclos, sus pulsos. Implica honrar el placer, pero también el cansancio, la enfermedad, la vulnerabilidad. Implica reconocer que lo sagrado no es lo perfecto, sino lo vivo.

4.3 Tierra y relacionalidad: lo ecofemenino como horizonte

Así como se separó el alma del cuerpo, también se separó al ser humano de la tierra. Y esa ruptura –ecológica, espiritual, simbólica– está en la raíz de muchas de nuestras crisis. El paradigma patriarcal y monoteísta no solo domesticó el cuerpo femenino, sino que convirtió la tierra en recurso. Algo que se explota, se posee, se extrae.

Pero también aquí las mujeres han sostenido otro saber. Desde la sabiduría de las campesinas hasta el activismo de las defensoras del agua, se ha tejido un pensamiento ecofeminista que no es solo teoría, sino práctica cotidiana. Ellas nos recuerdan que cuidar la tierra es cuidar la vida. Que no hay espiritualidad sin relacionalidad.

Lo ecofemenino no es un regreso nostálgico a un pasado idealizado. Es una propuesta de futuro: vivir en alianza con la tierra, no en guerra contra ella. Reconocer que la vida no se sostiene sola, sino en red.

4.4 Ritos, símbolos y genealogías del cuidado

La espiritualidad encarnada no necesita grandes sistemas teológicos. Se transmite en los gestos, en los símbolos pequeños, en los cuidados invisibles. Cada vez que una mujer prepara una comida con amor, limpia una herida, escucha sin juzgar, sostiene la vida en su fragilidad, está haciendo un rito.

Son actos que la historia no registra, pero que sostienen el mundo.

Rescatar estas prácticas como expresiones de lo sagrado es parte de una espiritualidad feminista y encarnada. Porque el cuidado –lejos de ser un rol impuesto– puede ser también una ética del vínculo, una forma de resistencia, una política del alma.

En esas genealogías del cuidado se guarda una espiritualidad que no se impone, sino que se ofrece. Que no busca conversos, sino compañeras. Que no predica, sino que enraíza.

4.5 Políticas del alma: imaginación, comunidad y transformación

Toda espiritualidad es también una apuesta política, en tanto modela nuestras formas de vivir, de vincularnos, de crear sentido. Una espiritualidad que se funda en la obediencia produce sociedades jerárquicas. Una espiritualidad que se enraíza en la culpa genera subjetividades fragmentadas.

Pero si en cambio recuperamos el alma como lugar de imaginación, como semilla de comunidad, como fuego de transformación, todo puede comenzar a cambiar.

Imaginamos otra forma de vivir. Nos reunimos para sostenernos. Creamos nuevas palabras, nuevos rituales, nuevos mitos. Así, desde lo íntimo, desde lo simbólico, desde lo cotidiano, se va gestando otro mundo.

Una espiritualidad encarnada no teme a la política. No se refugia en la trascendencia para escapar del presente. Se compromete con la vida, con las injusticias, con las heridas. Y desde allí, propone una forma de transformación que empieza por dentro, pero no se queda allí.

4.6 Reflexión final: reencantar la vida desde lo viviente

Quizás no necesitamos nuevas religiones, sino nuevas formas de sentir. No más creencias, sino más vínculos. No más dogmas, sino más escucha. Lo que urge es reencantar la vida. Volver a mirar con asombro lo que hemos dado por sentado: el cuerpo que tiembla, la tierra que respira, la comunidad que abraza.

Reencantar la vida no es una evasión. Es una forma de resistencia. Es una apuesta radical por la ternura en un mundo que anestesia. Es una espiritualidad que no exige elevación, sino presencia.

Y si el Uno fue exclusión, división, jerarquía, quizás el camino del porvenir sea el de lo múltiple, lo encarnado, lo relacional. El de una espiritualidad con los pies en la tierra y el corazón abierto al misterio. Una espiritualidad que no nos pida dejar de ser humanas para ser sagradas. Porque, tal vez, ser humanas con plenitud ya sea un acto divino.

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