viernes, 31 de octubre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto. Epílogo


Epílogo: Lo femenino como posibilidad de mundo


No se trata, al final, de invertir los polos, de instaurar un nuevo Uno con otro nombre. Tampoco de glorificar una esencia femenina congelada. Lo femenino de que hablamos aquí no es un lugar cerrado, ni un género, ni un atributo biológico. Es una fuerza simbólica, una memoria encarnada, una ética del vínculo.


Lo femenino como potencia, como matriz, como grieta por donde entra la vida. Lo femenino como lo que resiste a ser clausurado por las lógicas del control. Como lo que no obedece al Uno, porque pulsa desde la pluralidad. Porque gesta, porque sangra, porque cuida, porque goza. Porque no teme a la ambigüedad, al ciclo, al deseo.


Durante siglos, se ha temido a esta fuerza. No por debilidad, sino por su poder de transfiguración. Las religiones monoteístas la domesticaron, la ocultaron, la revistieron de pecado. El patriarcado la colonizó, la convirtió en función, la encerró entre muros simbólicos y materiales. Pero lo femenino siguió latiendo. En los cantos, en los cuerpos, en las semillas, en las memorias.


Hoy, en este tiempo de ruina y recomienzo, lo femenino no es sólo parte de la resistencia: es posibilidad de mundo.

Un mundo donde el goce no sea vergüenza, donde el cuidado no sea carga, donde el alma no sea propiedad de ninguna institución. Donde el cuerpo no sea territorio ocupado, sino espacio sagrado. Donde lo sagrado no esté arriba, sino entre nosotras. Donde la tierra no sea recurso, sino madre.


No hay transformación real sin una revolución simbólica. No hay revolución simbólica sin espiritualidad. Y no hay espiritualidad viva si no reanudamos el vínculo con esa parte del mundo que fue negada por el Uno: la que fluye, la que siente, la que vibra, la que cuida, la que desea.


Lo femenino, en su multiplicidad insurgente, no es la otra mitad. Es la posibilidad de volver a empezar.


No para restaurar un origen perdido, sino para parir futuro.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo VI





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Capítulo VI – Más allá del Uno: Pluralidad, deseo y transfiguración

El Uno está fatigado. Su tiempo, aunque aún resuene en muchas estructuras, se resquebraja. Se siente en los cuerpos que ya no quieren ser moldeados, en las almas que rehúyen a los dogmas, en las comunidades que inventan nuevas formas de habitarse. Lo que alguna vez fue considerado absoluto –una sola verdad, un solo Dios, un solo modelo de vida– comienza a revelarse como una prisión simbólica, una herencia que asfixia.

Hoy sabemos que la unidad no es sinónimo de verdad, que la multiplicidad no implica caos, que el deseo no es pecado y que lo sagrado puede habitar también la piel, el abrazo, el rito compartido, la tierra que se defiende.

Este capítulo es una invitación a salir del Uno. No para caer en la dispersión, sino para entrar en la trama. La trama viva y palpitante de lo plural, lo relacional, lo deseante. Allí donde empieza a nacer otra espiritualidad.


6.1 El fin del Uno: pensar desde la multiplicidad

Durante siglos, la lógica del Uno gobernó el pensamiento. Un solo Dios, un solo logos, una sola historia verdadera. En ese marco, lo diferente era amenaza, y lo plural, sospechoso. Pero esa forma de pensar ha sido también una forma de dominar: epistemológicamente, existencialmente, políticamente.

Salir del Uno no es simplemente ampliar la mirada. Es desmantelar una arquitectura simbólica que ha ordenado jerárquicamente el mundo, borrando voces, silenciando cuerpos, expulsando lo ambiguo.

Hoy, sin embargo, emergen otras formas de saber, de ser, de vincularse. La pluralidad ya no es solo una categoría sociológica, es una fuerza ontológica, una forma de habitar el mundo. Pensar desde la multiplicidad es aceptar que hay muchas verdades, muchas formas del deseo, muchas maneras de decir “lo sagrado”.

La multiplicidad no fragmenta: entrelaza. No dispersa: abre. Y desde ahí, lo político, lo afectivo y lo espiritual se vuelven posibilidad creadora.


6.2 Deseo, goce y creación: lo femenino como potencia transfiguradora

El deseo ha sido una de las grandes herejías del pensamiento patriarcal. Nombrarlo, vivirlo, reivindicarlo ha sido históricamente castigado, sobre todo cuando hablaba desde lo femenino. Pero ¿y si el deseo no fuera falta, sino impulso vital? ¿Y si el goce no fuera exceso, sino forma de saber?

Lo femenino –más allá del género– porta una clave ancestral: la capacidad de abrir, de transformar, de acoger la ambigüedad. En su erotismo está la potencia de lo que no se deja clausurar, de lo que vibra, de lo que canta. No como adorno, sino como fuerza generativa.

Crear desde lo femenino es permitir que el cuerpo piense, que la intuición tenga lugar, que el goce guíe. Es transfigurar el mundo no por violencia, sino por profundidad. Es llevar al centro lo que fue expulsado: la ternura, la fluidez, la vulnerabilidad compartida.

Ahí reside una ética del deseo, una mística del cuerpo, una política del goce.


6.3 Deconstruir lo sagrado: por una espiritualidad sin absolutos

La idea de lo sagrado ha sido monopolizada. Secuestrada por instituciones que dictan lo que puede o no considerarse espiritual. Pero lo sagrado no es propiedad de nadie. No tiene templo exclusivo ni código cerrado. Vive en la intemperie, en lo que arde, en lo que cura.

Deconstruir lo sagrado no es destruirlo. Es liberarlo. Es dejar que respire, que se renueve, que vuelva a pertenecer a quienes lo habitan. Implica soltar la idea de un “más allá” inaccesible para volver al aquí: al susurro del bosque, al agua que corre, al cuerpo que tiembla, al ritual compartido.

En lugar de grandes dogmas, lo sagrado puede ser relacional, inmanente, cotidiano. No necesita rituales rígidos, sino gestos significantes. No se impone, se reconoce.

Se trata de reencantar la vida, no como evasión, sino como forma radical de presencia.


6.4 Hacia una ética plural de la interdependencia

El Uno ha creado una ética de la separación: individuo sobre comunidad, razón sobre cuerpo, humanidad sobre naturaleza. Pero esa ética nos ha dejado huérfanos de mundo.

Hoy necesitamos otra cosa: una ética plural, tejida desde la interdependencia. No una moral que impone, sino una sensibilidad que escucha. No un deber abstracto, sino una práctica situada.

Desde el cuidado mutuo, desde la memoria encarnada, desde la escucha activa. Esta nueva ética no teme a la vulnerabilidad, la abraza. No ve la diferencia como obstáculo, sino como oportunidad de aprendizaje. Se construye desde abajo, desde lo pequeño, desde lo vivo.

Es una ética que no separa lo humano de la tierra, ni lo espiritual de lo político. Porque todo está vinculado. Y cuidar el vínculo es el gesto más radical que podemos hacer.


6.5 Manifiesto por una espiritualidad desobediente y generativa

Reunimos aquí la voz que ha venido gestándose a lo largo de estas páginas. No como cierre, sino como apertura. Como manifiesto. Como llamado.

Creemos en una espiritualidad encarnada, plural, deseante.
Una espiritualidad que no obedece a estructuras de poder, sino al pulso vivo de la comunidad.
Una espiritualidad que no teme al cuerpo, que lo honra, que lo celebra como lugar de revelación.
Que no separa lo sagrado de lo cotidiano, ni lo político de lo simbólico.
Que se alimenta del goce, de la imaginación, del cuidado.

Rechazamos todo absoluto que se imponga sobre la vida.
Todo Uno que niegue la diferencia.
Toda jerarquía que silencie la voz de quienes disienten, sangran, sueñan.

Convocamos a una práctica espiritual crítica.
Que se atreva a desobedecer.
Que sepa escuchar a las ancestras, a la tierra, a las otras.
Que recupere el alma colectiva y la ponga a danzar.

Porque el mundo no será transformado solo por leyes o decretos. Será transformado por aquellas y aquellos que se atrevan a imaginar otra realidad simbólica. Que vuelvan a soñar con los ojos abiertos. Que reencanten el lenguaje. Que enciendan el fuego común.

Más allá del Uno, lo que nos espera no es el caos, sino la vida. La vida en plural.



jueves, 9 de octubre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo V


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Capítulo V – Hacia una espiritualidad desobediente: imaginación, goce y transformación

Hay momentos en la historia en que las formas viejas ya no sostienen el alma. Cuando el dogma se vuelve jaula, la institución se endurece, y la fe se transforma en obediencia ciega, algo dentro de nosotras empieza a crujir. El alma no soporta vivir encadenada. El cuerpo, cuando es negado, grita. Y la espiritualidad, cuando deja de ser camino y se vuelve control, pierde toda su fuerza.

Pero cuando todo parece cerrado, hay una rendija por donde entra el viento. Una grieta desde donde puede brotar lo nuevo. Esa grieta es la desobediencia.

La desobediencia no es solo rechazo: es creación. Es imaginar otra forma de vivir, otra manera de vincularse, otro modo de habitar lo sagrado. Es decir “no” al Uno que domina, y “sí” a la pluralidad que florece.

5.1 Educación, pedagogía y espiritualidad

Toda educación es un acto espiritual, aunque no lo diga. Educar es tocar el alma de alguien más, modelar su forma de ver el mundo, transmitir no solo información, sino visión. Por eso, pensar una pedagogía desde la espiritualidad desobediente implica desmontar los mecanismos que han reproducido el orden patriarcal y abrir espacios para una enseñanza que sea también transformación.

La educación patriarcal ha transmitido silencios. Ha enseñado a no sentir, a desconfiar del cuerpo, a callar lo diferente. Ha separado la razón del corazón, el conocimiento del cuidado, la teoría de la vida.

Pero otra pedagogía es posible. Una donde se aprenda a mirar con ojos atentos, a escuchar con respeto, a sentir sin culpa. Una pedagogía del alma que sepa que cada persona es un mundo, y que enseñar no es imponer, sino invitar a descubrir.

Espiritualidad y educación, cuando se entrelazan desde lo liberador, no producen sujetos obedientes, sino seres humanos plenos, capaces de imaginar futuros distintos.

5.2 Comunidad y espiritualidad situada

La espiritualidad que libera no es solitaria. Nace del vínculo, se sostiene en el encuentro, se alimenta del cuidado mutuo. Por eso, hablar de espiritualidad desobediente es hablar también de comunidad.

Pero no de cualquier comunidad: hablamos de comunidades situadas, conscientes de sus raíces, de sus heridas, de sus saberes. Comunidades donde el espíritu no está en los credos, sino en los gestos cotidianos: en la olla que se comparte, en la palabra que consuela, en el canto que se alza en medio de la injusticia.

Estas comunidades no necesitan autoridad religiosa, porque su centro está en lo común. No necesitan templo, porque la vida misma es el altar. Y no buscan convencer, sino acompañar.

Una espiritualidad situada es aquella que conoce el suelo que pisa, que honra sus ancestras, que escucha las memorias del territorio y construye desde ahí, sin repetir moldes ajenos.

5.3 Lo político como gesto simbólico: afecto, deseo y reencantamiento

En un mundo que ha separado política y espiritualidad, lo que proponemos aquí es volver a unirlas, pero desde otro lugar. No desde el poder institucional, sino desde el gesto simbólico. No desde el control, sino desde el afecto.

Toda transformación política profunda comienza en los afectos. En cómo sentimos, en qué valoramos, en qué soñamos. Por eso, recuperar el deseo, reencantar la vida, volver a imaginar mundos posibles, es un acto político de primer orden.

La espiritualidad desobediente se hace política cuando nombra lo innombrable, cuando da valor a lo despreciado, cuando enciende el fuego del deseo por otra forma de vida. Se hace política cuando se convierte en acto colectivo, en ritual de sanación, en práctica de resistencia.

5.4 Territorios, soberanía espiritual y organización social

Cada cuerpo es un territorio. Cada comunidad, un mundo. Cada espacio habitado con dignidad, una trinchera contra la devastación.

Pensar la espiritualidad desde los territorios implica defender la soberanía espiritual: el derecho de cada persona y cada pueblo a nombrar lo sagrado según sus vivencias, sus cosmovisiones, sus dolores y sus esperanzas. Implica rechazar la imposición de modelos únicos y recuperar la diversidad como riqueza espiritual.

Desde las comunidades indígenas que honran a la Pacha como madre, hasta los círculos de mujeres urbanas que redescubren el rito como herramienta de sanación, hay una geografía espiritual que se está tejiendo desde abajo. No responde a un centro, no depende de jerarquías. Se organiza en redes, en afectos, en encuentros.

Es una espiritualidad que no necesita conquistar, porque florece donde es cuidada. Y que, al articularse con las luchas sociales y ambientales, se vuelve herramienta de transformación profunda.

5.5 Hacia una nueva genealogía: nombrar, narrar y transmitir desde el alma

Estamos hechas de historias. Pero las que nos contaron estaban incompletas. Nos faltaban las voces silenciadas, los nombres borrados, los relatos que no encajaban en el guion patriarcal.

Una espiritualidad desobediente necesita también una nueva genealogía: no la de los vencedores, sino la de las insumisas. No la de los dogmas, sino la de las búsquedas. No la de los padres fundadores, sino la de las madres que resistieron.

Nombrar lo que antes no podía ser nombrado. Narrar la vida desde la experiencia encarnada. Transmitir saberes desde la escucha y no desde la imposición. Todo eso es parte del gesto espiritual de recuperar nuestra historia.

Y en esa recuperación, volvemos a habitar nuestras palabras como casa, como refugio, como fuego.

5.6 Reflexión final: espiritualidad, transformación y praxis comunitaria

No hay espiritualidad verdadera si no transforma. Si no toca la vida concreta. Si no se vuelve práctica encarnada, gesto de cuidado, acto de justicia.

Por eso, la espiritualidad desobediente no se queda en lo simbólico. Se organiza. Se articula. Se vuelve comunidad, pedagogía, lucha. Sabe que sin transformación, la fe es solo consuelo. Y sin goce, la resistencia es solo sacrificio.

El mundo no necesita más órdenes cerrados ni verdades absolutas. Necesita caminos. Necesita encuentros. Necesita formas de vivir que honren el cuerpo, la tierra y la memoria.

Y quizás ahí, en medio de esa trama plural, vulnerable, diversa y profundamente humana, esté el verdadero rostro de lo sagrado.

jueves, 25 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo IV

 


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Capítulo IV – Espiritualidad encarnada: cuerpo, tierra y comunidad

La espiritualidad que no atraviesa el cuerpo es un espejismo. Un mapa sin territorio. Un símbolo sin carne. Durante siglos, nos enseñaron a mirar al cielo para encontrar a Dios, a elevarnos, a purificarnos, a huir del cuerpo como si fuera cárcel o mancha. Pero el alma no está arriba. Está aquí. En la sangre, en los huesos, en la tierra que respiramos.

Es desde esta certeza encarnada que brota otra forma de espiritualidad: una que no niega lo que somos, sino que lo celebra. Una que nos reconcilia con lo que ha sido dividido, exiliado, silenciado. Una espiritualidad que no necesita templos de piedra porque reconoce que el primer altar es el cuerpo y la tierra es la gran maestra.

4.1 El cuerpo como territorio: genealogía del sometimiento

El cuerpo ha sido el gran campo de batalla del patriarcado. Particularmente el cuerpo femenino, convertido en objeto de control, vigilancia y disciplina. Desde las prescripciones morales hasta las normativas estéticas, todo ha conspirado para arrancar a las mujeres de su cuerpo, hacerles sentir que deben corregirlo, esconderlo, adaptarlo.

El monoteísmo contribuyó a esa alienación. No solo separó el alma del cuerpo, sino que hizo del cuerpo un obstáculo para lo sagrado. El deseo fue pecado, la menstruación fue impureza, el parto fue castigo. El cuerpo se volvió sospechoso.

Pero las mujeres saben –con una sabiduría que no necesita teoría– que el cuerpo es memoria. Es casa. Es campo fértil de intuiciones. El cuerpo recuerda lo que la historia quiso borrar. Y por eso, recuperarlo no es solo un gesto personal, sino político y espiritual.

4.2 El cuerpo como templo: espiritualidad encarnada

Decir que el cuerpo es templo no es una metáfora: es una verdad ancestral. En muchas culturas originarias, el cuerpo no se separa del alma, ni del cosmos. Es parte del gran tejido viviente. Respiramos con la tierra. Sentimos con el agua. Latimos con la luna.

Una espiritualidad encarnada no teme a la sensualidad, al dolor, a la piel. No quiere escapar de la experiencia, sino habitarla con más presencia. El cuerpo no es un medio para llegar a Dios: es Dios manifestado.

Volver al cuerpo como templo implica escuchar sus ritmos, sus ciclos, sus pulsos. Implica honrar el placer, pero también el cansancio, la enfermedad, la vulnerabilidad. Implica reconocer que lo sagrado no es lo perfecto, sino lo vivo.

4.3 Tierra y relacionalidad: lo ecofemenino como horizonte

Así como se separó el alma del cuerpo, también se separó al ser humano de la tierra. Y esa ruptura –ecológica, espiritual, simbólica– está en la raíz de muchas de nuestras crisis. El paradigma patriarcal y monoteísta no solo domesticó el cuerpo femenino, sino que convirtió la tierra en recurso. Algo que se explota, se posee, se extrae.

Pero también aquí las mujeres han sostenido otro saber. Desde la sabiduría de las campesinas hasta el activismo de las defensoras del agua, se ha tejido un pensamiento ecofeminista que no es solo teoría, sino práctica cotidiana. Ellas nos recuerdan que cuidar la tierra es cuidar la vida. Que no hay espiritualidad sin relacionalidad.

Lo ecofemenino no es un regreso nostálgico a un pasado idealizado. Es una propuesta de futuro: vivir en alianza con la tierra, no en guerra contra ella. Reconocer que la vida no se sostiene sola, sino en red.

4.4 Ritos, símbolos y genealogías del cuidado

La espiritualidad encarnada no necesita grandes sistemas teológicos. Se transmite en los gestos, en los símbolos pequeños, en los cuidados invisibles. Cada vez que una mujer prepara una comida con amor, limpia una herida, escucha sin juzgar, sostiene la vida en su fragilidad, está haciendo un rito.

Son actos que la historia no registra, pero que sostienen el mundo.

Rescatar estas prácticas como expresiones de lo sagrado es parte de una espiritualidad feminista y encarnada. Porque el cuidado –lejos de ser un rol impuesto– puede ser también una ética del vínculo, una forma de resistencia, una política del alma.

En esas genealogías del cuidado se guarda una espiritualidad que no se impone, sino que se ofrece. Que no busca conversos, sino compañeras. Que no predica, sino que enraíza.

4.5 Políticas del alma: imaginación, comunidad y transformación

Toda espiritualidad es también una apuesta política, en tanto modela nuestras formas de vivir, de vincularnos, de crear sentido. Una espiritualidad que se funda en la obediencia produce sociedades jerárquicas. Una espiritualidad que se enraíza en la culpa genera subjetividades fragmentadas.

Pero si en cambio recuperamos el alma como lugar de imaginación, como semilla de comunidad, como fuego de transformación, todo puede comenzar a cambiar.

Imaginamos otra forma de vivir. Nos reunimos para sostenernos. Creamos nuevas palabras, nuevos rituales, nuevos mitos. Así, desde lo íntimo, desde lo simbólico, desde lo cotidiano, se va gestando otro mundo.

Una espiritualidad encarnada no teme a la política. No se refugia en la trascendencia para escapar del presente. Se compromete con la vida, con las injusticias, con las heridas. Y desde allí, propone una forma de transformación que empieza por dentro, pero no se queda allí.

4.6 Reflexión final: reencantar la vida desde lo viviente

Quizás no necesitamos nuevas religiones, sino nuevas formas de sentir. No más creencias, sino más vínculos. No más dogmas, sino más escucha. Lo que urge es reencantar la vida. Volver a mirar con asombro lo que hemos dado por sentado: el cuerpo que tiembla, la tierra que respira, la comunidad que abraza.

Reencantar la vida no es una evasión. Es una forma de resistencia. Es una apuesta radical por la ternura en un mundo que anestesia. Es una espiritualidad que no exige elevación, sino presencia.

Y si el Uno fue exclusión, división, jerarquía, quizás el camino del porvenir sea el de lo múltiple, lo encarnado, lo relacional. El de una espiritualidad con los pies en la tierra y el corazón abierto al misterio. Una espiritualidad que no nos pida dejar de ser humanas para ser sagradas. Porque, tal vez, ser humanas con plenitud ya sea un acto divino.

jueves, 18 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo III

 

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Capítulo III – Erotismo, deseo y divinidad: el cuerpo como potencia generadora

Hay una fuerza que precede al nombre. Una vibración que no pide permiso para ser. El deseo, cuando no está capturado por la carencia, es movimiento creador. Es río, es pulso, es potencia. Y sin embargo, ha sido una de las dimensiones más reprimidas de la experiencia espiritual, especialmente cuando nace y arde en cuerpos feminizados.

El monoteísmo patriarcal temió desde el inicio aquello que no podía controlar: el cuerpo deseante, el placer sin fin, el goce sin culpa. Por eso expulsó a la serpiente, tachó a la diosa, cubrió el sexo con vergüenza y lo confinó al deber conyugal. Desconectó lo sagrado del deleite, y al hacerlo, partió en dos la vida.

Pero la energía erótica no desaparece. Se transforma. Y vuelve. Como resplandor.

3.1 El eros negado: pecado, culpa y disciplinamiento

Desde la caída de Eva hasta la castidad de María, el relato fundacional ha marcado el deseo como pecado, especialmente si brota de cuerpos femeninos. El goce ha sido penalizado con castigos simbólicos y reales: desde la excomunión hasta la quema pública, desde la humillación hasta la negación del placer como derecho.

El patriarcado monoteísta necesitaba una mujer obediente, asexual o maternizada. Toda otra forma de deseo femenino era sospechosa, herética, peligrosa. No por lo que hacía, sino por lo que podía encender: libertad. Conexión. Autonomía. Intuición.

Así, la represión del deseo no solo fue una estrategia moral, sino una táctica de poder. Y la espiritualidad fue utilizada como vigilancia del cuerpo.

3.2 Erotismo como lenguaje del alma encarnada

Pero hay otras memorias. Hay otras voces que no fueron silenciadas del todo. Porque el eros es también una vía hacia lo divino. No como distracción, sino como revelación. En muchas tradiciones místicas –más allá del dogma– el deseo es vivido como un anhelo de fusión con lo sagrado, como un éxtasis que no separa alma y cuerpo, sino que los une en un mismo gesto vital.

Audre Lorde lo nombró con valentía: el poder del erotismo no es solo sexual. Es una fuerza que recorre el cuerpo cuando algo nos conmueve profundamente, cuando lo bello nos atraviesa, cuando el goce se vuelve epifanía.

Eros es esa llama que nos devuelve a la vida. Que nos recuerda que sentir intensamente no es debilidad, sino acto radical de existencia. Que estar vivos no es solo respirar, sino arder.

3.3 Deseo femenino y transgresión de lo establecido

Cuando una mujer se conecta con su deseo –y no con el deseo que otros proyectan sobre ella–, ocurre un desajuste en la estructura. Porque deja de obedecer. Deja de complacer. Deja de adaptarse. Comienza a crear. A decidir. A decir no. O a decir sí desde otro lugar.

El deseo femenino, vivido desde la libertad, es subversivo. No solo en lo sexual, sino en lo simbólico. No busca encajar en el molde, sino derretirlo. Por eso ha sido tan temido.

Pero en ese temor se revela su potencia: el deseo puede ser camino, oración, brújula. Puede ser herramienta de conocimiento y acto de comunión. Puede ser rezo encarnado.

Y en esa reapropiación del deseo, el cuerpo deja de ser objeto para convertirse en territorio sagrado.

3.4 El cuerpo que crea: fecundidad simbólica y gestación de lo nuevo

El cuerpo femenino ha sido reducido al rol reproductivo, pero su capacidad generadora va mucho más allá de la maternidad biológica. Es cuerpo que gesta ideas, relaciones, mundos. Es matriz simbólica de nuevas posibilidades.

Cuando una mujer se reapropia de su cuerpo como fuente de sabiduría y creación, todo se transforma. El arte, la palabra, la política, el cuidado, la comunidad… Todo puede nacer desde ese centro reconectado con la vida.

La espiritualidad encarnada no necesita elevarse para tocar lo divino. Lo encuentra en cada pulso, en cada gesto de ternura, en cada acto creativo. Esa es la potencia generadora que el patriarcado ha temido y que hoy, lentamente, comienza a resurgir.

3.5 Reflexión final: espiritualidad del goce, caminos del alma encarnada

No puede haber una espiritualidad liberadora si el goce está prohibido. No puede haber una ética del cuidado si el cuerpo sigue siendo ignorado. No puede haber una conexión profunda con la tierra si seguimos negando nuestros ritmos, nuestros ciclos, nuestros deseos.

Recuperar el erotismo como vía espiritual es recuperar también la sacralidad del sentir, la sabiduría del cuerpo, la belleza del placer. Es decirle sí a la vida en toda su intensidad.

Y en esa afirmación radical del deseo, quizás podamos abrir un nuevo camino: una espiritualidad no para reprimirnos, sino para expandirnos. Una espiritualidad que nos enseñe a vivir con todos los sentidos despiertos. A amar sin miedo. A crear sin permiso. A recordar, como lo sabían nuestras ancestras, que el alma también habita en la piel.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo II


Capítulo IIHerencias de insumisión: espiritualidades femeninas y resistencias simbólicas

En los márgenes de los grandes relatos, en las grietas del dogma, han habitado siempre mujeres que se atrevieron a escuchar otra voz. Una voz que no venía del púlpito ni de la autoridad teológica, sino de adentro, del cuerpo, de la tierra, del misterio que no pide permiso para revelarse.

Ellas han sido las desobedientes. Las que, a pesar del silencio impuesto, guardaron el fuego. Las que tejieron símbolos con su sangre, con sus cantos, con sus cuidados. Las que recordaron que la espiritualidad no pertenece al altar de los poderosos, sino al corazón palpitante de la vida.

2.1 Mujeres disidentes en las religiones monoteístas

Toda historia oficial es también una historia de exclusión. En las tradiciones monoteístas, las mujeres han sido llamadas a obedecer, a servir, a callar. Pero dentro de esos mismos márgenes, muchas han roto el guion. Místicas, profetisas, mártires, visionarias… Desde Hildegarda de Bingen hasta Rabia al-Adawiyya, desde Juana de Arco hasta Teresa de Ávila, sus voces incomodaron porque no necesitaban intermediarios.

No hablaron sobre Dios: hablaron con Él. Y, a veces, contra Él.

Estas mujeres pusieron en juego un saber encarnado, un vínculo espiritual que no podía ser domesticado por la ley. Algunas fueron elevadas después como santas; otras fueron condenadas como herejes. Pero todas ellas desbordaron las categorías. Reclamaron un espacio en lo sagrado que no fuera prestado ni condicionado.

Sus palabras, aún fragmentarias, nos llegan como brasas encendidas.

2.2 La bruja y la sabia: exclusión, persecución y saberes ancestrales

Lo que Occidente llamó brujería fue, muchas veces, la supervivencia de una espiritualidad terrenal, relacional, cíclica. Mujeres que sabían de hierbas, de partos, de estrellas. Mujeres que curaban, que danzaban, que soñaban. Mujeres que sabían escuchar el lenguaje de los animales, de las aguas, del silencio.

La caza de brujas no fue solo una persecución religiosa: fue también una guerra simbólica contra el cuerpo femenino como fuente de saber. La ciencia oficial nacía a la par que se quemaban en la hoguera los conocimientos no institucionalizados. El cuerpo femenino fue convertido en territorio de conquista. Lo que no podía ser entendido desde la razón ilustrada fue tachado de superstición. Pero el alma sabia de estas mujeres nunca fue erradicada del todo.

Sigue viva en las abuelas, en las parteras, en las curanderas, en las activistas que hoy nombran la sanación como acto político.

2.3 Espiritualidades femeninas en la sombra

Más allá de las religiones oficiales, muchas mujeres han construido su propio mapa del alma. En lo íntimo, en lo secreto, han sostenido prácticas que nombran lo divino de otras maneras. Espiritualidades sin dogma, sin jerarquías, sin exclusiones. Espiritualidades tejidas con tierra, luna, cuerpo, deseo.

Allí donde lo sagrado es una fuerza que se mueve, que se siente, que se canta.

Estas espiritualidades en la sombra no buscan reemplazar los templos: los disuelven. No buscan una nueva doctrina, sino una forma de habitar el mundo con más presencia, más verdad, más ternura. Son femininas en tanto reconectan con lo cíclico, lo relacional, lo encarnado.

Allí, la divinidad no es alguien que nos observa desde arriba, sino una red que nos sostiene desde dentro.

2.4 Cuerpo, deseo y transgresión simbólica

El cuerpo ha sido territorio de control, pero también es frontera de libertad. Las mujeres han sido formadas para la obediencia corporal: a contener el deseo, a velar el placer, a ajustar la forma. Pero cada goce es una transgresión simbólica. Cada orgasmo es una irrupción del alma en lo visible. Cada lágrima que no se traga es un acto de insumisión.

El deseo femenino –tanto erótico como existencial– ha sido desplazado porque no se deja domesticar. Pero allí reside una clave: la capacidad de crear sentido desde la carne, desde el sentir, desde la vibración. Una espiritualidad viva no puede existir sin reconciliación con el deseo. No puede seguir temiendo al placer. No puede negar lo que arde.

Recuperar el cuerpo como altar es, quizás, el primer gesto de insurrección amorosa.

2.5 Reflexión final: genealogías de lo insurrecto

Detrás de cada intento de borrado, hay una herencia que resiste. Una genealogía de mujeres que no aceptaron los límites del Uno. Que se atrevieron a mirar hacia adentro y hacia abajo, hacia la tierra y hacia los vínculos, para encontrar allí lo sagrado.

Esta memoria insurrecta no está hecha solo de hechos, sino de símbolos. Es un linaje no institucional, pero profundamente real. No necesita validación, porque vive en las prácticas, en los gestos cotidianos, en los susurros compartidos entre mujeres que se reconocen, aunque no se conozcan.

Nombrar esta herencia es un acto de justicia. Pero también es una invitación: a quienes hoy sienten que su alma no cabe en los moldes heredados, a quienes buscan formas de fe que abracen su cuerpo, su historia, su deseo.

Porque quizás, la espiritualidad del porvenir no nazca en los altares, sino en los círculos. No venga desde el cielo, sino desde el vientre. No se proclame en dogmas, sino que se susurre en comunidad.

Y quizás, solo quizás, esa espiritualidad pueda ayudarnos a reconstruir el mundo desde otro lugar: uno donde la ternura sea ley, la diversidad sea belleza, y lo sagrado vuelva a caminar con los pies descalzos sobre la tierra.


lunes, 1 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Cápitulo I

 


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Capítulo I – El Uno que excluye: patriarcado, monoteísmo y cuerpo femenino


Desde tiempos remotos, el relato del Uno ha dominado el horizonte simbólico de Occidente. Un solo Dios, un solo camino, una sola verdad. Esta unidad, proclamada como principio sagrado, ha servido como arma de exclusión y subordinación. El Uno que todo lo abarca ha sido también el Uno que todo lo domestica, desplazando hacia los márgenes lo femenino, lo múltiple, lo corporal y lo deseante.

Cuando el poder se reviste de sacralidad, la diferencia se convierte en amenaza. Así, el pensamiento monoteísta –en sus formas religiosas, filosóficas y políticas– ha construido una arquitectura simbólica del dominio. Bajo la máscara de lo eterno, ha legitimado jerarquías donde unos hablan en nombre de todos, y otras son silenciadas. No fue solo una elección teológica, sino un modo de ordenar el mundo borrando sus bordes.

El patriarcado encontró en el monoteísmo su espejo perfecto: un Dios Padre, varón, trascendente, creador desde lo alto, separado de la materia y del deseo. Este arquetipo moldeó una masculinidad normativa, temerosa de todo lo que fluye, cambia o vibra. En ese reflejo, el cuerpo femenino fue proyectado como lo otro: lo impuro, lo indómito, lo que debe ser cubierto, disciplinado o velado.

No es casual que en las grandes religiones monoteístas las figuras femeninas –Eva, María, Agar, Sara– aparezcan bajo el signo de la obediencia, la culpa o la instrumentalización. Su voz, cuando existe, llega bajo sospecha. Su cuerpo, cuando irrumpe, debe ser domesticado. Esta simbólica no se limita a los textos sagrados: atraviesa nuestras formas de amar, educar y gobernar. Todo lo que porta un poder no regulable –la fertilidad, el éxtasis, la intuición, los saberes ancestrales– ha sido desplazado a la sombra.

Pero los cuerpos recuerdan. La Tierra recuerda. Lo femenino –no como género, sino como energía vital y modo relacional de estar en el mundo– persiste en grietas y memorias que se resisten al olvido. Este capítulo nombra la herida: la matriz simbólica que convirtió al Uno en cárcel, al dogma en frontera, y a lo femenino en falta. No para quedarnos en la denuncia, sino para vislumbrar espiritualidades que no teman al cuerpo ni al deseo; que reconozcan en la pluralidad un principio sagrado.

Necesitamos desobedecer al Uno. Recordar que la vida nunca fue singular, que la verdad no habla en único tono, y que lo sagrado puede ser múltiple, cercano y danzante. Solo así, liberándonos de su tiranía, podremos construir un nosotras más justo, amoroso y vivo.


1.1. El Uno como estructura simbólica de dominación

La idea de un solo Dios, masculino, omnipotente y trascendente no es neutra. Es una construcción que refleja y legitima un orden donde lo vertical se impone sobre lo horizontal, donde la verdad es única y excluyente, donde el poder no se comparte, se concentra.

El Uno necesita jerarquía. Y desde esa cima simbólica ha descendido una cultura que ha regulado cuerpos, silenciado voces y definido lo humano desde una mitad amputada. Así se edificaron las religiones monoteístas: con genealogías sin madres, con palabras reveladas por varones, con instituciones que hicieron del patriarcado no solo una práctica, sino una sagrada misión.

Esta lógica del Uno no está solo en los templos. Está en el lenguaje, en la historia, en la ciencia, en el derecho. Se filtra en nuestras formas de amar, de pensar, de crear, de educar. Es la lógica de la exclusividad, del mandato, de la homogeneidad disfrazada de universal.

1.2. La cultura occidental como mundo del Uno

Occidente no solo creyó en un solo Dios: construyó una civilización que reflejara ese mismo principio. Filosofía, política, economía, educación: todo fue configurado para responder al ideal de la unidad, de la objetividad, de la razón dominante.

Pero lo femenino –en tanto símbolo de lo diverso, lo cíclico, lo carnal, lo impredecible– fue la amenaza más profunda a ese modelo. Porque representaba otra lógica: no la del Uno, sino la del Dos, la del entre, la del vínculo. Y por eso fue reducido, silenciado, quemado, canonizado en la obediencia o expulsado como desorden.

Se asesinaron brujas, se borraron diosas, se ritualizó la sumisión. La madre fue convertida en virgen, la sexualidad en pecado, el deseo en peligro.

1.3. El origen simbólico del patriarcado y el monoteísmo

Antes del Uno, hubo multiplicidad. Pueblos que honraban lo cíclico, culturas que veneraban diosas, tradiciones donde lo sagrado se tejía con la tierra y no se separaba de ella. Pero el patriarcado –más que un sistema de dominación social– fue también una revolución simbólica: un desplazamiento radical de lo femenino como centro de sentido hacia su marginalización estructural.

Con el monoteísmo, esta transformación se sacralizó. Ya no era solo el varón quien tenía poder, era Dios mismo quien lo legitimaba. La espiritualidad pasó a ser masculina, vertical, trascendente. Y el cuerpo femenino, un riesgo permanente de caída. No fue casual que Eva –la que deseó, la que mordió, la que ofreció– fuera el comienzo de la culpa.

1.4. Normas religiosas e institucionales que controlan el cuerpo femenino

La historia del monoteísmo es también la historia del cuerpo de las mujeres convertido en campo de batalla simbólico. Normas sobre la vestimenta, la pureza, el silencio, la obediencia; regulaciones sobre el deseo, la maternidad, la voz. La religión no solo dictó lo que debía creerse: dictó cómo debía ser habitado el cuerpo femenino.

La menstruación fue impura, el placer una amenaza, la autonomía una desobediencia. Y no desde el margen, sino desde el altar. Desde el púlpito, desde la ley divina. Desde una sacralidad que se volvió vigilancia.

El patriarcado monoteísta no teme al cuerpo femenino por debilidad, sino porque presiente en él una fuerza: la del goce, la del vínculo, la del nacimiento, la de la palabra libre. Controlar ese cuerpo fue indispensable para sostener la ilusión del Uno.

1.5. Reflexión final: salir del Uno, recuperar la pluralidad

Este capítulo no es un juicio, es una invitación. A mirar el Uno no como destino, sino como construcción. A deshacer sus dogmas no con odio, sino con profundidad. A recuperar las voces que fueron silenciadas, los cuerpos que fueron negados, las espiritualidades que fueron desplazadas.

Salir del Uno no significa caer en el caos. Significa abrirse a la vida. A la diferencia como riqueza. Al cuerpo como saber. Al deseo como brújula. A lo femenino como posibilidad de mundo.

Este es el comienzo de otra narrativa. Una que no busca sustituir un absoluto por otro, sino habitar el entre, el plural, el gesto compartido. Porque solo desde ahí, quizás, podamos sanar la herida profunda que dejó el Uno en nuestras almas.