Epílogo: Lo femenino como posibilidad de mundo
No se trata, al final, de invertir los polos, de instaurar un nuevo Uno con otro nombre. Tampoco de glorificar una esencia femenina congelada. Lo femenino de que hablamos aquí no es un lugar cerrado, ni un género, ni un atributo biológico. Es una fuerza simbólica, una memoria encarnada, una ética del vínculo.
Lo femenino como potencia, como matriz, como grieta por donde entra la vida. Lo femenino como lo que resiste a ser clausurado por las lógicas del control. Como lo que no obedece al Uno, porque pulsa desde la pluralidad. Porque gesta, porque sangra, porque cuida, porque goza. Porque no teme a la ambigüedad, al ciclo, al deseo.
Durante siglos, se ha temido a esta fuerza. No por debilidad, sino por su poder de transfiguración. Las religiones monoteístas la domesticaron, la ocultaron, la revistieron de pecado. El patriarcado la colonizó, la convirtió en función, la encerró entre muros simbólicos y materiales. Pero lo femenino siguió latiendo. En los cantos, en los cuerpos, en las semillas, en las memorias.
Hoy, en este tiempo de ruina y recomienzo, lo femenino no es sólo parte de la resistencia: es posibilidad de mundo.
Un mundo donde el goce no sea vergüenza, donde el cuidado no sea carga, donde el alma no sea propiedad de ninguna institución. Donde el cuerpo no sea territorio ocupado, sino espacio sagrado. Donde lo sagrado no esté arriba, sino entre nosotras. Donde la tierra no sea recurso, sino madre.
No hay transformación real sin una revolución simbólica. No hay revolución simbólica sin espiritualidad. Y no hay espiritualidad viva si no reanudamos el vínculo con esa parte del mundo que fue negada por el Uno: la que fluye, la que siente, la que vibra, la que cuida, la que desea.
Lo femenino, en su multiplicidad insurgente, no es la otra mitad. Es la posibilidad de volver a empezar.
No para restaurar un origen perdido, sino para parir futuro.

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