jueves, 25 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo IV

 


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Capítulo IV – Espiritualidad encarnada: cuerpo, tierra y comunidad

La espiritualidad que no atraviesa el cuerpo es un espejismo. Un mapa sin territorio. Un símbolo sin carne. Durante siglos, nos enseñaron a mirar al cielo para encontrar a Dios, a elevarnos, a purificarnos, a huir del cuerpo como si fuera cárcel o mancha. Pero el alma no está arriba. Está aquí. En la sangre, en los huesos, en la tierra que respiramos.

Es desde esta certeza encarnada que brota otra forma de espiritualidad: una que no niega lo que somos, sino que lo celebra. Una que nos reconcilia con lo que ha sido dividido, exiliado, silenciado. Una espiritualidad que no necesita templos de piedra porque reconoce que el primer altar es el cuerpo y la tierra es la gran maestra.

4.1 El cuerpo como territorio: genealogía del sometimiento

El cuerpo ha sido el gran campo de batalla del patriarcado. Particularmente el cuerpo femenino, convertido en objeto de control, vigilancia y disciplina. Desde las prescripciones morales hasta las normativas estéticas, todo ha conspirado para arrancar a las mujeres de su cuerpo, hacerles sentir que deben corregirlo, esconderlo, adaptarlo.

El monoteísmo contribuyó a esa alienación. No solo separó el alma del cuerpo, sino que hizo del cuerpo un obstáculo para lo sagrado. El deseo fue pecado, la menstruación fue impureza, el parto fue castigo. El cuerpo se volvió sospechoso.

Pero las mujeres saben –con una sabiduría que no necesita teoría– que el cuerpo es memoria. Es casa. Es campo fértil de intuiciones. El cuerpo recuerda lo que la historia quiso borrar. Y por eso, recuperarlo no es solo un gesto personal, sino político y espiritual.

4.2 El cuerpo como templo: espiritualidad encarnada

Decir que el cuerpo es templo no es una metáfora: es una verdad ancestral. En muchas culturas originarias, el cuerpo no se separa del alma, ni del cosmos. Es parte del gran tejido viviente. Respiramos con la tierra. Sentimos con el agua. Latimos con la luna.

Una espiritualidad encarnada no teme a la sensualidad, al dolor, a la piel. No quiere escapar de la experiencia, sino habitarla con más presencia. El cuerpo no es un medio para llegar a Dios: es Dios manifestado.

Volver al cuerpo como templo implica escuchar sus ritmos, sus ciclos, sus pulsos. Implica honrar el placer, pero también el cansancio, la enfermedad, la vulnerabilidad. Implica reconocer que lo sagrado no es lo perfecto, sino lo vivo.

4.3 Tierra y relacionalidad: lo ecofemenino como horizonte

Así como se separó el alma del cuerpo, también se separó al ser humano de la tierra. Y esa ruptura –ecológica, espiritual, simbólica– está en la raíz de muchas de nuestras crisis. El paradigma patriarcal y monoteísta no solo domesticó el cuerpo femenino, sino que convirtió la tierra en recurso. Algo que se explota, se posee, se extrae.

Pero también aquí las mujeres han sostenido otro saber. Desde la sabiduría de las campesinas hasta el activismo de las defensoras del agua, se ha tejido un pensamiento ecofeminista que no es solo teoría, sino práctica cotidiana. Ellas nos recuerdan que cuidar la tierra es cuidar la vida. Que no hay espiritualidad sin relacionalidad.

Lo ecofemenino no es un regreso nostálgico a un pasado idealizado. Es una propuesta de futuro: vivir en alianza con la tierra, no en guerra contra ella. Reconocer que la vida no se sostiene sola, sino en red.

4.4 Ritos, símbolos y genealogías del cuidado

La espiritualidad encarnada no necesita grandes sistemas teológicos. Se transmite en los gestos, en los símbolos pequeños, en los cuidados invisibles. Cada vez que una mujer prepara una comida con amor, limpia una herida, escucha sin juzgar, sostiene la vida en su fragilidad, está haciendo un rito.

Son actos que la historia no registra, pero que sostienen el mundo.

Rescatar estas prácticas como expresiones de lo sagrado es parte de una espiritualidad feminista y encarnada. Porque el cuidado –lejos de ser un rol impuesto– puede ser también una ética del vínculo, una forma de resistencia, una política del alma.

En esas genealogías del cuidado se guarda una espiritualidad que no se impone, sino que se ofrece. Que no busca conversos, sino compañeras. Que no predica, sino que enraíza.

4.5 Políticas del alma: imaginación, comunidad y transformación

Toda espiritualidad es también una apuesta política, en tanto modela nuestras formas de vivir, de vincularnos, de crear sentido. Una espiritualidad que se funda en la obediencia produce sociedades jerárquicas. Una espiritualidad que se enraíza en la culpa genera subjetividades fragmentadas.

Pero si en cambio recuperamos el alma como lugar de imaginación, como semilla de comunidad, como fuego de transformación, todo puede comenzar a cambiar.

Imaginamos otra forma de vivir. Nos reunimos para sostenernos. Creamos nuevas palabras, nuevos rituales, nuevos mitos. Así, desde lo íntimo, desde lo simbólico, desde lo cotidiano, se va gestando otro mundo.

Una espiritualidad encarnada no teme a la política. No se refugia en la trascendencia para escapar del presente. Se compromete con la vida, con las injusticias, con las heridas. Y desde allí, propone una forma de transformación que empieza por dentro, pero no se queda allí.

4.6 Reflexión final: reencantar la vida desde lo viviente

Quizás no necesitamos nuevas religiones, sino nuevas formas de sentir. No más creencias, sino más vínculos. No más dogmas, sino más escucha. Lo que urge es reencantar la vida. Volver a mirar con asombro lo que hemos dado por sentado: el cuerpo que tiembla, la tierra que respira, la comunidad que abraza.

Reencantar la vida no es una evasión. Es una forma de resistencia. Es una apuesta radical por la ternura en un mundo que anestesia. Es una espiritualidad que no exige elevación, sino presencia.

Y si el Uno fue exclusión, división, jerarquía, quizás el camino del porvenir sea el de lo múltiple, lo encarnado, lo relacional. El de una espiritualidad con los pies en la tierra y el corazón abierto al misterio. Una espiritualidad que no nos pida dejar de ser humanas para ser sagradas. Porque, tal vez, ser humanas con plenitud ya sea un acto divino.

jueves, 18 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo III

 

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Capítulo III – Erotismo, deseo y divinidad: el cuerpo como potencia generadora

Hay una fuerza que precede al nombre. Una vibración que no pide permiso para ser. El deseo, cuando no está capturado por la carencia, es movimiento creador. Es río, es pulso, es potencia. Y sin embargo, ha sido una de las dimensiones más reprimidas de la experiencia espiritual, especialmente cuando nace y arde en cuerpos feminizados.

El monoteísmo patriarcal temió desde el inicio aquello que no podía controlar: el cuerpo deseante, el placer sin fin, el goce sin culpa. Por eso expulsó a la serpiente, tachó a la diosa, cubrió el sexo con vergüenza y lo confinó al deber conyugal. Desconectó lo sagrado del deleite, y al hacerlo, partió en dos la vida.

Pero la energía erótica no desaparece. Se transforma. Y vuelve. Como resplandor.

3.1 El eros negado: pecado, culpa y disciplinamiento

Desde la caída de Eva hasta la castidad de María, el relato fundacional ha marcado el deseo como pecado, especialmente si brota de cuerpos femeninos. El goce ha sido penalizado con castigos simbólicos y reales: desde la excomunión hasta la quema pública, desde la humillación hasta la negación del placer como derecho.

El patriarcado monoteísta necesitaba una mujer obediente, asexual o maternizada. Toda otra forma de deseo femenino era sospechosa, herética, peligrosa. No por lo que hacía, sino por lo que podía encender: libertad. Conexión. Autonomía. Intuición.

Así, la represión del deseo no solo fue una estrategia moral, sino una táctica de poder. Y la espiritualidad fue utilizada como vigilancia del cuerpo.

3.2 Erotismo como lenguaje del alma encarnada

Pero hay otras memorias. Hay otras voces que no fueron silenciadas del todo. Porque el eros es también una vía hacia lo divino. No como distracción, sino como revelación. En muchas tradiciones místicas –más allá del dogma– el deseo es vivido como un anhelo de fusión con lo sagrado, como un éxtasis que no separa alma y cuerpo, sino que los une en un mismo gesto vital.

Audre Lorde lo nombró con valentía: el poder del erotismo no es solo sexual. Es una fuerza que recorre el cuerpo cuando algo nos conmueve profundamente, cuando lo bello nos atraviesa, cuando el goce se vuelve epifanía.

Eros es esa llama que nos devuelve a la vida. Que nos recuerda que sentir intensamente no es debilidad, sino acto radical de existencia. Que estar vivos no es solo respirar, sino arder.

3.3 Deseo femenino y transgresión de lo establecido

Cuando una mujer se conecta con su deseo –y no con el deseo que otros proyectan sobre ella–, ocurre un desajuste en la estructura. Porque deja de obedecer. Deja de complacer. Deja de adaptarse. Comienza a crear. A decidir. A decir no. O a decir sí desde otro lugar.

El deseo femenino, vivido desde la libertad, es subversivo. No solo en lo sexual, sino en lo simbólico. No busca encajar en el molde, sino derretirlo. Por eso ha sido tan temido.

Pero en ese temor se revela su potencia: el deseo puede ser camino, oración, brújula. Puede ser herramienta de conocimiento y acto de comunión. Puede ser rezo encarnado.

Y en esa reapropiación del deseo, el cuerpo deja de ser objeto para convertirse en territorio sagrado.

3.4 El cuerpo que crea: fecundidad simbólica y gestación de lo nuevo

El cuerpo femenino ha sido reducido al rol reproductivo, pero su capacidad generadora va mucho más allá de la maternidad biológica. Es cuerpo que gesta ideas, relaciones, mundos. Es matriz simbólica de nuevas posibilidades.

Cuando una mujer se reapropia de su cuerpo como fuente de sabiduría y creación, todo se transforma. El arte, la palabra, la política, el cuidado, la comunidad… Todo puede nacer desde ese centro reconectado con la vida.

La espiritualidad encarnada no necesita elevarse para tocar lo divino. Lo encuentra en cada pulso, en cada gesto de ternura, en cada acto creativo. Esa es la potencia generadora que el patriarcado ha temido y que hoy, lentamente, comienza a resurgir.

3.5 Reflexión final: espiritualidad del goce, caminos del alma encarnada

No puede haber una espiritualidad liberadora si el goce está prohibido. No puede haber una ética del cuidado si el cuerpo sigue siendo ignorado. No puede haber una conexión profunda con la tierra si seguimos negando nuestros ritmos, nuestros ciclos, nuestros deseos.

Recuperar el erotismo como vía espiritual es recuperar también la sacralidad del sentir, la sabiduría del cuerpo, la belleza del placer. Es decirle sí a la vida en toda su intensidad.

Y en esa afirmación radical del deseo, quizás podamos abrir un nuevo camino: una espiritualidad no para reprimirnos, sino para expandirnos. Una espiritualidad que nos enseñe a vivir con todos los sentidos despiertos. A amar sin miedo. A crear sin permiso. A recordar, como lo sabían nuestras ancestras, que el alma también habita en la piel.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Capítulo II


Capítulo IIHerencias de insumisión: espiritualidades femeninas y resistencias simbólicas

En los márgenes de los grandes relatos, en las grietas del dogma, han habitado siempre mujeres que se atrevieron a escuchar otra voz. Una voz que no venía del púlpito ni de la autoridad teológica, sino de adentro, del cuerpo, de la tierra, del misterio que no pide permiso para revelarse.

Ellas han sido las desobedientes. Las que, a pesar del silencio impuesto, guardaron el fuego. Las que tejieron símbolos con su sangre, con sus cantos, con sus cuidados. Las que recordaron que la espiritualidad no pertenece al altar de los poderosos, sino al corazón palpitante de la vida.

2.1 Mujeres disidentes en las religiones monoteístas

Toda historia oficial es también una historia de exclusión. En las tradiciones monoteístas, las mujeres han sido llamadas a obedecer, a servir, a callar. Pero dentro de esos mismos márgenes, muchas han roto el guion. Místicas, profetisas, mártires, visionarias… Desde Hildegarda de Bingen hasta Rabia al-Adawiyya, desde Juana de Arco hasta Teresa de Ávila, sus voces incomodaron porque no necesitaban intermediarios.

No hablaron sobre Dios: hablaron con Él. Y, a veces, contra Él.

Estas mujeres pusieron en juego un saber encarnado, un vínculo espiritual que no podía ser domesticado por la ley. Algunas fueron elevadas después como santas; otras fueron condenadas como herejes. Pero todas ellas desbordaron las categorías. Reclamaron un espacio en lo sagrado que no fuera prestado ni condicionado.

Sus palabras, aún fragmentarias, nos llegan como brasas encendidas.

2.2 La bruja y la sabia: exclusión, persecución y saberes ancestrales

Lo que Occidente llamó brujería fue, muchas veces, la supervivencia de una espiritualidad terrenal, relacional, cíclica. Mujeres que sabían de hierbas, de partos, de estrellas. Mujeres que curaban, que danzaban, que soñaban. Mujeres que sabían escuchar el lenguaje de los animales, de las aguas, del silencio.

La caza de brujas no fue solo una persecución religiosa: fue también una guerra simbólica contra el cuerpo femenino como fuente de saber. La ciencia oficial nacía a la par que se quemaban en la hoguera los conocimientos no institucionalizados. El cuerpo femenino fue convertido en territorio de conquista. Lo que no podía ser entendido desde la razón ilustrada fue tachado de superstición. Pero el alma sabia de estas mujeres nunca fue erradicada del todo.

Sigue viva en las abuelas, en las parteras, en las curanderas, en las activistas que hoy nombran la sanación como acto político.

2.3 Espiritualidades femeninas en la sombra

Más allá de las religiones oficiales, muchas mujeres han construido su propio mapa del alma. En lo íntimo, en lo secreto, han sostenido prácticas que nombran lo divino de otras maneras. Espiritualidades sin dogma, sin jerarquías, sin exclusiones. Espiritualidades tejidas con tierra, luna, cuerpo, deseo.

Allí donde lo sagrado es una fuerza que se mueve, que se siente, que se canta.

Estas espiritualidades en la sombra no buscan reemplazar los templos: los disuelven. No buscan una nueva doctrina, sino una forma de habitar el mundo con más presencia, más verdad, más ternura. Son femininas en tanto reconectan con lo cíclico, lo relacional, lo encarnado.

Allí, la divinidad no es alguien que nos observa desde arriba, sino una red que nos sostiene desde dentro.

2.4 Cuerpo, deseo y transgresión simbólica

El cuerpo ha sido territorio de control, pero también es frontera de libertad. Las mujeres han sido formadas para la obediencia corporal: a contener el deseo, a velar el placer, a ajustar la forma. Pero cada goce es una transgresión simbólica. Cada orgasmo es una irrupción del alma en lo visible. Cada lágrima que no se traga es un acto de insumisión.

El deseo femenino –tanto erótico como existencial– ha sido desplazado porque no se deja domesticar. Pero allí reside una clave: la capacidad de crear sentido desde la carne, desde el sentir, desde la vibración. Una espiritualidad viva no puede existir sin reconciliación con el deseo. No puede seguir temiendo al placer. No puede negar lo que arde.

Recuperar el cuerpo como altar es, quizás, el primer gesto de insurrección amorosa.

2.5 Reflexión final: genealogías de lo insurrecto

Detrás de cada intento de borrado, hay una herencia que resiste. Una genealogía de mujeres que no aceptaron los límites del Uno. Que se atrevieron a mirar hacia adentro y hacia abajo, hacia la tierra y hacia los vínculos, para encontrar allí lo sagrado.

Esta memoria insurrecta no está hecha solo de hechos, sino de símbolos. Es un linaje no institucional, pero profundamente real. No necesita validación, porque vive en las prácticas, en los gestos cotidianos, en los susurros compartidos entre mujeres que se reconocen, aunque no se conozcan.

Nombrar esta herencia es un acto de justicia. Pero también es una invitación: a quienes hoy sienten que su alma no cabe en los moldes heredados, a quienes buscan formas de fe que abracen su cuerpo, su historia, su deseo.

Porque quizás, la espiritualidad del porvenir no nazca en los altares, sino en los círculos. No venga desde el cielo, sino desde el vientre. No se proclame en dogmas, sino que se susurre en comunidad.

Y quizás, solo quizás, esa espiritualidad pueda ayudarnos a reconstruir el mundo desde otro lugar: uno donde la ternura sea ley, la diversidad sea belleza, y lo sagrado vuelva a caminar con los pies descalzos sobre la tierra.


lunes, 1 de septiembre de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Cápitulo I

 


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Capítulo I – El Uno que excluye: patriarcado, monoteísmo y cuerpo femenino


Desde tiempos remotos, el relato del Uno ha dominado el horizonte simbólico de Occidente. Un solo Dios, un solo camino, una sola verdad. Esta unidad, proclamada como principio sagrado, ha servido como arma de exclusión y subordinación. El Uno que todo lo abarca ha sido también el Uno que todo lo domestica, desplazando hacia los márgenes lo femenino, lo múltiple, lo corporal y lo deseante.

Cuando el poder se reviste de sacralidad, la diferencia se convierte en amenaza. Así, el pensamiento monoteísta –en sus formas religiosas, filosóficas y políticas– ha construido una arquitectura simbólica del dominio. Bajo la máscara de lo eterno, ha legitimado jerarquías donde unos hablan en nombre de todos, y otras son silenciadas. No fue solo una elección teológica, sino un modo de ordenar el mundo borrando sus bordes.

El patriarcado encontró en el monoteísmo su espejo perfecto: un Dios Padre, varón, trascendente, creador desde lo alto, separado de la materia y del deseo. Este arquetipo moldeó una masculinidad normativa, temerosa de todo lo que fluye, cambia o vibra. En ese reflejo, el cuerpo femenino fue proyectado como lo otro: lo impuro, lo indómito, lo que debe ser cubierto, disciplinado o velado.

No es casual que en las grandes religiones monoteístas las figuras femeninas –Eva, María, Agar, Sara– aparezcan bajo el signo de la obediencia, la culpa o la instrumentalización. Su voz, cuando existe, llega bajo sospecha. Su cuerpo, cuando irrumpe, debe ser domesticado. Esta simbólica no se limita a los textos sagrados: atraviesa nuestras formas de amar, educar y gobernar. Todo lo que porta un poder no regulable –la fertilidad, el éxtasis, la intuición, los saberes ancestrales– ha sido desplazado a la sombra.

Pero los cuerpos recuerdan. La Tierra recuerda. Lo femenino –no como género, sino como energía vital y modo relacional de estar en el mundo– persiste en grietas y memorias que se resisten al olvido. Este capítulo nombra la herida: la matriz simbólica que convirtió al Uno en cárcel, al dogma en frontera, y a lo femenino en falta. No para quedarnos en la denuncia, sino para vislumbrar espiritualidades que no teman al cuerpo ni al deseo; que reconozcan en la pluralidad un principio sagrado.

Necesitamos desobedecer al Uno. Recordar que la vida nunca fue singular, que la verdad no habla en único tono, y que lo sagrado puede ser múltiple, cercano y danzante. Solo así, liberándonos de su tiranía, podremos construir un nosotras más justo, amoroso y vivo.


1.1. El Uno como estructura simbólica de dominación

La idea de un solo Dios, masculino, omnipotente y trascendente no es neutra. Es una construcción que refleja y legitima un orden donde lo vertical se impone sobre lo horizontal, donde la verdad es única y excluyente, donde el poder no se comparte, se concentra.

El Uno necesita jerarquía. Y desde esa cima simbólica ha descendido una cultura que ha regulado cuerpos, silenciado voces y definido lo humano desde una mitad amputada. Así se edificaron las religiones monoteístas: con genealogías sin madres, con palabras reveladas por varones, con instituciones que hicieron del patriarcado no solo una práctica, sino una sagrada misión.

Esta lógica del Uno no está solo en los templos. Está en el lenguaje, en la historia, en la ciencia, en el derecho. Se filtra en nuestras formas de amar, de pensar, de crear, de educar. Es la lógica de la exclusividad, del mandato, de la homogeneidad disfrazada de universal.

1.2. La cultura occidental como mundo del Uno

Occidente no solo creyó en un solo Dios: construyó una civilización que reflejara ese mismo principio. Filosofía, política, economía, educación: todo fue configurado para responder al ideal de la unidad, de la objetividad, de la razón dominante.

Pero lo femenino –en tanto símbolo de lo diverso, lo cíclico, lo carnal, lo impredecible– fue la amenaza más profunda a ese modelo. Porque representaba otra lógica: no la del Uno, sino la del Dos, la del entre, la del vínculo. Y por eso fue reducido, silenciado, quemado, canonizado en la obediencia o expulsado como desorden.

Se asesinaron brujas, se borraron diosas, se ritualizó la sumisión. La madre fue convertida en virgen, la sexualidad en pecado, el deseo en peligro.

1.3. El origen simbólico del patriarcado y el monoteísmo

Antes del Uno, hubo multiplicidad. Pueblos que honraban lo cíclico, culturas que veneraban diosas, tradiciones donde lo sagrado se tejía con la tierra y no se separaba de ella. Pero el patriarcado –más que un sistema de dominación social– fue también una revolución simbólica: un desplazamiento radical de lo femenino como centro de sentido hacia su marginalización estructural.

Con el monoteísmo, esta transformación se sacralizó. Ya no era solo el varón quien tenía poder, era Dios mismo quien lo legitimaba. La espiritualidad pasó a ser masculina, vertical, trascendente. Y el cuerpo femenino, un riesgo permanente de caída. No fue casual que Eva –la que deseó, la que mordió, la que ofreció– fuera el comienzo de la culpa.

1.4. Normas religiosas e institucionales que controlan el cuerpo femenino

La historia del monoteísmo es también la historia del cuerpo de las mujeres convertido en campo de batalla simbólico. Normas sobre la vestimenta, la pureza, el silencio, la obediencia; regulaciones sobre el deseo, la maternidad, la voz. La religión no solo dictó lo que debía creerse: dictó cómo debía ser habitado el cuerpo femenino.

La menstruación fue impura, el placer una amenaza, la autonomía una desobediencia. Y no desde el margen, sino desde el altar. Desde el púlpito, desde la ley divina. Desde una sacralidad que se volvió vigilancia.

El patriarcado monoteísta no teme al cuerpo femenino por debilidad, sino porque presiente en él una fuerza: la del goce, la del vínculo, la del nacimiento, la de la palabra libre. Controlar ese cuerpo fue indispensable para sostener la ilusión del Uno.

1.5. Reflexión final: salir del Uno, recuperar la pluralidad

Este capítulo no es un juicio, es una invitación. A mirar el Uno no como destino, sino como construcción. A deshacer sus dogmas no con odio, sino con profundidad. A recuperar las voces que fueron silenciadas, los cuerpos que fueron negados, las espiritualidades que fueron desplazadas.

Salir del Uno no significa caer en el caos. Significa abrirse a la vida. A la diferencia como riqueza. Al cuerpo como saber. Al deseo como brújula. A lo femenino como posibilidad de mundo.

Este es el comienzo de otra narrativa. Una que no busca sustituir un absoluto por otro, sino habitar el entre, el plural, el gesto compartido. Porque solo desde ahí, quizás, podamos sanar la herida profunda que dejó el Uno en nuestras almas.

miércoles, 27 de agosto de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Introducción

 


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Introducción

Este ensayo es un viaje por territorios que rara vez se exploran juntos: el de la crítica al patriarcado monoteísta y el de la imaginación de nuevas formas de espiritualidad.
La pregunta de partida es sencilla, pero radical: ¿qué ocurre con nuestras vidas —y con el planeta— cuando se construyen sistemas que colocan a unos por encima de otros, en nombre de una verdad única?
Para responder, el texto combina reflexión teórica, memoria cultural y resonancia personal. Toma elementos de la historia de las religiones, del pensamiento feminista, de la filosofía decolonial y de las cosmovisiones andinas. No pretende ofrecer respuestas definitivas, sino abrir un diálogo que conecte pasado y presente, cuerpo y símbolo, resistencia y creación.
Metodológicamente, este ensayo se apoya en una mirada situada: reconozco que escribo desde el sur global, en diálogo con mujeres y comunidades que han vivido —y viven— la exclusión y la insumisión. La estructura avanza desde el diagnóstico histórico y simbólico hasta la propuesta de un horizonte espiritual plural, encarnado y colectivo.
No es un tratado académico ni un manual religioso. Es, más bien, una cartografía afectiva y crítica para quienes intuyen que otro modo de habitar el mundo es posible. Aquí se entrelazan la palabra política y la poética, la indignación y el deseo, la memoria y la imaginación.
Si algo quisiera que quedara claro al cerrar estas páginas, es que la transformación que necesitamos no se logrará únicamente con leyes ni con cambios tecnológicos: requiere un giro en nuestra forma de entender la vida, el cuerpo y lo sagrado. Y ese giro empieza, siempre, por atrevernos a escuchar lo que ha sido silenciado.

martes, 19 de agosto de 2025

Más allá del Uno: patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto - Prólogo


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Prólogo
El mundo contemporáneo vive bajo un relato dominante: el de la unidad impuesta. Un Dios único, un modelo de vida, una verdad incuestionable. Desde hace milenios, esta narrativa ha sido el marco simbólico de imperios, iglesias y Estados que han moldeado nuestras creencias, nuestras leyes y nuestras formas de amar.
En ese marco, lo femenino —no solo como categoría de género, sino como energía vital— ha sido reducido, vigilado o borrado. Lo sensible, lo cíclico, lo erótico, lo intuitivo, lo cuidador, han sido expulsados del centro de la vida pública y relegados a lo privado, lo marginal o lo prohibido.
Sin embargo, la historia no ha sido lineal ni silenciosa. Allí donde el poder intentó uniformar, surgieron grietas. Las brujas, las místicas, las sanadoras, las madres tierra y las insurgentes simbólicas mantuvieron encendida una llama que ninguna hoguera pudo apagar. Hoy, esas voces vuelven a resonar, no para instaurar un nuevo dogma, sino para recordarnos que la diversidad es la condición de la vida y que la reciprocidad es su ley más profunda.
Este ensayo se sitúa en ese cruce: entre la crítica a los sistemas que han sofocado lo femenino y la búsqueda de caminos para una espiritualidad desobediente, plural y encarnada. No se trata de derribar una verdad para poner otra en su lugar, sino de abrir un horizonte en el que muchas verdades puedan coexistir, encontrarse y transformarse mutuamente.
En tiempos de crisis ecológica, desigualdad extrema y soledad masiva, volver a reconocer la sacralidad de lo vivo no es un gesto romántico: es una urgencia política y espiritual.
No se proponen verdades, sino preguntas. No recetas, sino intuiciones compartidas. Porque creo, como decían nuestros ancestros andinos, que el camino verdadero es el que se hace con otros, en comunidad, honrando a la Pachamama y reconociendo que todo está vivo.

martes, 12 de agosto de 2025

Más allá del Uno: Patriarcado monoteísta, sexualidad femenina y el fin del absoluto


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Nota de autor
Hay ensayos que se escriben desde la razón, y otros que nacen como un susurro persistente en el pecho. Se me ocurrió cuando comprendí que mi propia vida —con sus pérdidas, búsquedas y revelaciones— estaba atravesada por un hilo invisible: la sensación de que lo femenino, en su fuerza creadora y su ternura indómita, había sido arrancado de nuestro mundo y reemplazado por una serie de abusos que nunca había sentido tanto antes. Sea porque estaba inmerso en él como cuando uno es creyente y no se da cuenta de su creencia.
Crecí entre relatos que hablaban de un Dios único, todopoderoso y distante, pero también escuché, en las grietas de la tradición de mis tías serranas, de las amigas de mi madre, de todas ellas, historias de mujeres que curaban, soñaban, amaban sin pedir permiso. Tal vez fueron ellas las que me mostraron que la espiritualidad podía ser algo más, abrazo, cuerpo, tierra húmeda; que no necesitaba altares de piedra, sino raíces y piel. 
Este ensayo es, entonces, una confesión y una ofrenda. Confesión porque me reconozco hijo de un tiempo que aprendió a desconfiar de lo vivo. Ofrenda porque deseo que mis palabras sean semillas que otros puedan plantar donde encuentren tierra fértil: en la memoria, en el deseo, en la comunidad. 
Escribo para quienes sienten que la vida pide ser reencantada., redibujada, repintada, como nos dice Paulo Freire corresponde a la tarea del educador.  Para quienes saben que las supuestas almas no se salvan solas. Para quienes presienten que la verdadera transformación empieza cuando dejamos de obedecer al Uno y aprendemos, de nuevo, a vivir entre muchos.